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Pausa
En esta columna del periódico tengo una lectora que me deja mensajes cuando está mirando la luna. En su homenaje, o por su culpa, cada vez que veo la luna en el patio del hospital recuerdo a esta lectora, que suele firmar como Arcángel. No es que yo quiera recordarla, es que aquí no tengo demasiadas cosas que asociar con la luna, ni demasiados amigos o conocidos en los que pensar mientras la observo por las noches. Todo lo que ocurre aquí dentro es de una rutina pegajosa; nada me conmueve más que mirar la luna hasta quedarme dormido.
La comida de aquí no es mala, como muchos piensan. Suele haber paella, flan de huevo, pan del día, pollo, carnes magras y también frutas. La comida está muy bien, la verdad; lo que ocurre es que cuando te vuelves enfermo te pones enseguida muy exquisito del paladar. Lo mismo pasa cuando estás preso o cuando te llaman de la mili. Siempre quieres algo mejor, siempre te aburres con lo que hay. Las personas encerradas, en general, solemos ser un poco tiquismiquis y también mal agradecidas.
Cuando uno llega a España no entiende muchas costumbres, pero creo que la más terrible (por encima del terrorismo y el tamaño ridículo de los yogures) es por qué insisten en descuartizar a la vaca muerta sin pedir consejos. ¿Por qué reinciden en el corte transversal paralelo al nervio, si ya saben que así no es? ¿Por qué el carnicero finge no saber qué significa «colita de cuadril» cuando es obvio que sí lo sabe, y pone cara fastidio cuando un cliente, nacido en un país ganadero y democrático, le pide un kilo?
Ayer, en el hospital, el médico de guardia le saca una radiografía de la cabeza al Caio y nos dice: «Este chico tiene una pequeña deficiencia mental a causa de las palizas que recibe». El Zacarías se defiende: «Disculpe doctor, esto vendría a ser como el problema de qué fue primero, si el huevo o el escroto: en realidad yo lo cago a patadas porque es idiota... Si no fuera idiota no le toco un pelo al chico, ¿qué gracia tiene pegarle a uno que no es idiota?».
Anoche el Cantinflas se cayó en la olla grande de la salsa de tomate y no sabemos si casi se ahoga o si casi se quema. Mi suegro notaba —cuando revolvía— que el cucharón de madera se trababa un poco, pero no se dio cuenta de nada hasta que el gato, en un último manotazo de ahogado, sacó una pata y casi le arranca un ojo.
Douglas nos acaba de dar una clase magistral sobre cómo se prepara la masa de una pizza para que, según sus palabras, «posea la dura coraza del pan francés, el corazón tierno de la galleta criolla y el alma alegre de la tarantela».
Anoche muy tarde suena el timbre. Qué raro, me digo, y pensando que era el Caio (que de borracho no le emboca a la llave) voy a abrir en camisón. Pero no era el Caio: de la oscuridad se me aparece un tipo. Yo nunca en la vida había visto a alguien tan elegante.
Hoy el Nacho vino a almorzar con una idea salvadora. Dice que si nos vamos a vivir todos a la casa del abuelo Américo, vendemos esta casa y con la ganancia ponemos una pizzería a domicilio, solucionamos todos los problemas laborales.