La desdicha que me espera
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Charlas con mi hemisferio derecho

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En media hora me tengo que ir vacaciones. Voy a estar un mes panza arriba en el Mediterráneo. Voy a vivir en una casa rodante. Voy a comer pescados sacados del agua por mí. Pescados que conocí vivos, que vi sufrir y que maté yo. Voy a andar en patas. Voy a mirar alemanas en tetas. Voy a jugar al scrabel a la intemperie. «Me alegro, Casciari, ¿estás contento?». No, estoy enojado.

La gente que, como dios manda, no trabaja, de a poco va armando sus vacaciones permanentes en la propia casa. Cada cosa está en su sitio y tiene un por qué: la televisión por cable, los dvds, la musiquita, los libros, el Open Cor abierto toda la noche, el sofá con el cuenco exacto del culo, etcétera. Cualquier variación, por mínima que sea, de ese orden natural, se convierte en un desastre gigantesco.

Y las vacaciones son, antes que nada, una ruptura en la maravilla de la vida que uno mismo ha esculpido con tanto amor. Las vacaciones son un invento creado por gente cansada con el fin de satisfacer a otra gente todavía más cansada. ¿Por qué, entonces, tengo que hacer uso yo del invento, si estoy fresco como una lechuga?

—¡Porque estoy harta de estar aquí dentro! ¡Porque necesito aire puro! ¡Porque yo sí estoy cansada! ¡Y porque Barcelona en agosto es un horno!

Muy bien. Las razones de mi mujer, a pesar de los gritos, parecen sensatas. Y es por ella, y no por otra razón, que tendré que hacer el esfuerzo. (Para que después no digan que soy sexista.) Es por ella que en media hora me tendré que subir a un tren, hacer cientos de kilómetros y convivir con muchísima gente en apariencia feliz.

Porque esa es la otra: no nos vamos a una isla desierta, no; nos vamos a un lugar donde hay un montón de europeos contentos en otras casas rodantes igualitas a la nuestra. Gente que, para peor, quiere compartir cosas con vos, gente que te habla, que te convida cosas. Gente que se piensa que somos todos amigos por el solo hecho de compartir una parcela de tierra. Un asco.

Por las dudas, yo en el bolso me llevo trabajo, mucho trabajo ficticio. También me llevo pastillas para dormir de un tirón, auriculares para no escuchar a nadie, y obviamente la maquinita de pasar dvds, la computadora chata y la programación completa de los Juegos Olímpicos que pasa la tele.

Voy a pasarme los días durmiendo y mirando competiciones de salto en largo y natación sincronizada, que son los dos deportes más pelotudos del mundo. Voy a volver blanquito. Solamente voy a ir al mar de noche, para matar pescados y comérmelos crudos. Como hacen los chinos. Todo eso voy a hacer, que es mi forma civilizada de protestar.

—Una vez aquí, haz lo que quieras. ¡Tú mismo! Pero ven pronto, que Nina te vea en otro ambiente, por Dios: ¡tu hija necesita conocer a su padre con luz natural! ¿No te das cuenta que puede quedar traumada?

—¡Que sí, mujer, que ya te dije que el lunes voy para allá!

Estoy convencido de que el mundo fue diseñado por gente que no está contenta donde está. Cada vez que les dan dos días libres, salen todos disparando para otra parte, como las cucarachas cuando les prenden la luz de la cocina. Y para peor, hacen todo lo posible por no hacer nada de lo que estaban haciendo antes. Meten las patas en el agua, andan zaparrastrosos, no se peinan y comen porquerías.

Los que hacemos exactamente eso el año entero vemos con un poco de pena esa desesperación del populacho por alcanzar migajas breves de libertad. Y es por eso que los próximos artículos de Orsai serán —qué más remedio— crónicas redactadas desde la intemperie del mundo, ensayos torpes nacidos con la luz del día en mis ojos, esa luz lechosa que te quema las ideas.

Es posible que sean artículos cargados de odio y desesperanza para con el verano del mundo, pero yo no tengo la culpa. La culpa es del sol.

Quedan todos avisados. Y ahora me voy, que me espera la desdicha, vulgarmente disfrazada de felicidad.

Hernán Casciari