La frente alta, la frente tersa
6m

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Inéditos

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Ya no quedan viejas originales de fábrica. Quiero decir encorvadas, vestidas sin estridencia y abocadas a la labor del punto cruz. Ya no queda ni un especimen entrecano y silencioso, al que nombrábamos abuela —aunque no lo fuese— cuando nos pedía ayuda peatonal. Venga que la cruzo, abuela. Ya no queda ni una en las grandes ciudades y en breve no las habrá tampoco en el mundo, por culpa de la mujer actual, que, con tal de no envejecer, prefiere inyectarse botulismo.

Cuando los de mi edad éramos chicos (digamos hace un cuarto de siglo) las señoras que traspasaban los sesenta y cinco años no estaban en la pavada, como ocurre ahora. Las viejas de entonces poseían una especie de saber oculto, rústico y efectivo, para casi todos los males posibles: los del cuerpo, los del corazón y los del alma. Sabían solucionar un dolor de muelas con la ayuda de un sapo, por ejemplo, magia que la vieja moderna ya no practica. Sabía mezclar yema de huevo, azúcar y vino de misa para alegría de los nietos jóvenes; ahora las viejas les compran Danoninos. Sabían, en realidad, utilizar la experiencia de los años, no las avergonzaba el calendario.

Eran tiempos, los de mi infancia, en que todavía podíamos ver por la calle a señoras mayores con canas. Yo ayer estaba sacando cuentas, y hace mucho que no veo una cana verdadera, de mujer, por ninguna parte. No sólo eso, sino que las viejas actuales vuelven de la peluquería con colores estrambóticos: rojos zanahoria, amarillos fluorescentes, infinitas variantes del castaño con reflejos y, desde no hace mucho, hasta una especie de azul metalizado que las hace parecer, además de más viejas, un poco extraterrestres o incluso borrosas; como si les hubieran envuelto el pelo para regalo.

El gran problema es que por culpa de ese peinado horroroso al que le llaman la permanente y que sin embargo no les dura nada, hoy resulta casi imposible reconocer de atrás a una vieja. Todas son iguales.

Las canas que ya no vemos porque se esconden bajo litros de tintura cursi, los arrorrós que los bebés de hoy no escuchan porque sus abuelas modernas están en el bingo o estudiando en la escuela nocturna, la medicina campestre para salvar a los demás que las abuelas de hoy han sustituido por la cirugía dermoestética para salvarse solas, todo aquello, ha empezado a morir con esta nueva generación de mujeres empecinadas en parecerse a una ciruela hinchada, a una caricatura de Lánger, a un hazmerreír que no hace gracia.

¿Por qué ya no tejen escarpines, ni bordan mantillas, ni cuentan historias de aparecidos? ¿Por qué las abuelas de ahora, en lugar de a Gardel, escuchan a Julio Iglesias, y algunas a su hijo Enrique? (Las del pelo azul.) ¿Por qué ya no se espantan las señoras mayores con los chistes picantes, sino que hasta son capaces de contarlos en la sobremesa, sin gracia siempre, sólo para sacar patente de desprejuiciadas? ¿Por qué nuestros hijos habrán de privarse de la calidad de las abuelas que yo tuve, y padecer en cambio a otras que prefieren divorciarse antes que enviudar como dios manda?

La vejez femenina natural, en estos tiempos, sólo crece bajo el amparo de la pobreza. Únicamente vemos el verdadero rostro de una anciana en la mujer que no tiene el capital suficiente para pintarse como una puerta, o para ponerse colágeno, o para inyectarse bottox en las ojeras. Ya no es vieja la que quiere, sino la que no puede dejar de serlo. Estamos en camino, muy cerca ya, de que la vejez sea sólo un síntoma inequívoco de miseria, no de sabiduría o dignidad. Ya no les importará a estas señoras ir con la frente bien alta por la calle, pero sí bien tersa.

Por los fragmentos que alcanzo a oír cuando hablan entre ellas, las viejas de hoy —además— tienen preocupaciones banales, sin sustancia y casi siempre reproducen una charla anodina y ramplona. Ya no saben curar el empacho, ni tirar el cuerito, ni cantar viejos tangos irrecuperables, ni fajar con un poncho los pies de una criatura para que duerma por la noche de un tirón. Las viejas actuales únicamente repiten como loros las nuevas tendencias falsas de las revistas de la peluquería, y desean, más que ninguna otra cosa en este mundo, que nadie sepa nunca la verdadera edad de su vejez.

Para peor, la mercadotecnia les sigue la corriente: las telenovelas actuales ya no están confeccionadas para la anciana venerable de ayer, que buscaba un romanticismo angelical para pasar la tarde, sino para la vieja recauchutada de hoy, para las señoras degeneradas que pululan en este tiempo. Ahora las telenovelas ponen muchachos semidesnudos, untados en aceite, en lugar del recio galán de bigote fino. La vieja de hoy es un monstruo alimentado por la televisión vespertina, y me temo que es poco lo que podemos hacer para salvar a nuestros hijos de su cercanía.

Las pocas viejas sensatas que todavía quedan (lo mismo que el koala y el ford taunus) se irán extinguiendo en la soledad de los geriátricos y en los pueblos chicos, y sólo quedarán estas otras, las siliconadas, las lectoras de best-sellers de quince pesos, las sexuadas, las contemporáneas, las de los perfumes penetrantes, las compradoras de teletienda, las que ven en sus nietos no una segunda oportunidad, sino un dedo que las humilla o las delata.

Y en no muchos años, las criaturas ya no sabrán que en el mundo había ancianas cocineras que empezaban a preparar el estofado cuatro horas antes, ancianas reales con canas y trucos para el mal de amor, cebadoras de los primeros mates dulces, que recitaban coplas antiguas y las repetían mil veces por las tardes de la infancia y que ya son coplas inolvidables,

Negrito, ¿querés café?
No mama, que me hace mal,
¿Y entonces, qué querés?
Chocolate, pal carnaval.

Coplas incluso inolvidables treinta años después, cuando el niño ya no es un niño ni vive a la vuelta, ni puede ya despedirse, ni podrá.


En memoria de Teodolina Longhi de Casciari (1915-2006), la abuela Chola, que era de las sensatas.

Hernán Casciari