Los argentinos y uruguayos acentuamos los verbos de forma distinta que el resto del mundo hispanoparlante; esto es conocido por todos. Cuando en Valladolid o en Monterrey se dice ‘discúlpame’, en Buenos Aires y en Montevideo se dice ‘disculpáme’.
La pregunta es: ¿lleva tilde esa letra ‘a’? La gramática de la Real Academia Española indica que no: «Las palabras graves (o llanas) que acaban en vocal no se acentúan». Yo en cambio postulo que sí, que necesariamente deben acentuarse algunas de nuestras formas verbales, sobre todo desde la irrupción de Internet como vía de comunicación o formato de lectura. E intentaré explicar el motivo, previniendo al lector de que lo haré de un modo salvaje y buscando roña.
«La gramatica debe adaptarse a nuestras necesidades, y no nosotros a ella».
En la frase anterior, voluntariamente evité poner el tilde en la segunda palabra. Sin embargo, y a causa de un lógico acto reflejo, la gran mayoría de los lectores, aún sabiendo que faltaba el acento, leyó correctamente: ‘gramática’, y no ‘gramatíca’. (Felicidades, lector, si leíste con acento: eso significa que tu corrector interno está intacto).
Lo mismo —exactamente lo mismo— le ocurre a un lector hispano cuando lee el argentinismo ‘disculpame’. Lo primero que su cerebro interpreta no es que el personaje que habla es porteño o uruguayo; la primera señal que la razón recibe es que el autor se ha comido el acento, y entonces el corrector invisible que todos llevamos dentro les traduce, a velocidad luz, y les devuelve ‘discúlpame’.
El principal objetivo de un mensaje es que sea interpretado tal y como ha sido concebido; éste es el gran desafío de cualquiera que escriba algo. A mí me pateaba el hígado, y mucho, cuando el año pasado Cristina me leía en voz alta los primeros capítulos de Mirta y ponía los acentos verbales donde se le antojaba a su cultura, y no donde indicaba la prosodia.
Donde Mirta escribía «perdoname que te escorche», Cristina leía «perdóname que te escorche», que suena horrible en cualquier idioma. Entonces decidí ‘avisarle’ al lector hispano que allí no había un error sino un regionalismo, quitando la alarma del corrector automático; y desde entonces escribo:
—Perdonáme que te escorche.
Hace años, cuando escribía en prensa escrita y únicamente para lectores argentinos, jamás se me hubiera ocurrido acentuar de esta forma. En ese caso sí habría constituido redundancia, delito y falta gramatical. ¿Para qué acentuar ortográficamente un código que el lector no necesita desentrañar?
Pero desde que muchos de nosotros escribimos para un público que llega desde cualquier parte del mundo, los códigos no pueden asumirse de antemano. Es más: es necesario acotarlos y simbolizar de una manera diferente, porque es también nueva y diferente la vía de comunicación que usamos como escaparate.
Hay, sin embargo, otras derivaciones verbales ‘argentinas’ que no necesitan tilde. Por ejemplo: ponete, haceme, venite, contame. En estos casos las versiones hispanas puras no son objeto de confusión (ponte, hazme, vente, cuéntame) y sí constituye falta gramatical su ‘acentuación rioplatense’. Es un error escribir ponéte, veníte o hacéme. Pero siguen siendo correctas las formas perdonáme, escucháme, satisfacéme o calmálos, al menos cuando se escribe para un público variopinto.
Empecé a acentuar palabras graves (llanas) por necesidad y urgencia de comprensión. Descubrí el error en mi propia casa —como dije— y todo se solucionó con un parche sencillo, con un simple tilde allí donde la Real Academia indica que no debe haberlos.
Y es que a esta Real Academia, por desgracia, le faltan aún muchos años para tener entre sus consejeros a personas que escriban diariamente online. Si hace un siglo ya les costaba un perú seguirle el ritmo a la jerga de la calle, no es difícil imaginar lo que les puede estar costando ahora, a unos señores con bastón y monóculo, debatir cómo debe decirse, en castellano, ‘trackback’.
Cuando para el mundo entero la Red ya es, sin discusión, la mayor vía de comunicación de la historia, y se expande de un modo veloz y descentralizado, para los integrantes de la RAE sigue representando un dolor de cabeza, y lo único que son capaces de debatir es si a la palabra internet debe anteponérsele el artículo femenino o el masculino.
Lo que habla la RAE ya no es mi lengua ni la de nadie que tenga un módem. Y no lo será hasta que la Academia limpie el polvo de sus sillones y acepte entre sus filas a un buen número de integrantes que hayan tenido que lidiar con los verdaderos problemas del castellano del presente y, sobre todo, con la aventura que representa, ya hoy, el castellano del futuro.
Yo quiero una Academia de la Lengua que lo llame por teléfono a José Luis Orihuela y le consulte cosas (es una metáfora, pero una metáfora factible y necesaria). No estoy a favor de la anarquía gramatical, sino de la previsión, de la flexibilidad y del tecnicismo práctico, no de la solemnidad teórica del claustro que levanta muros donde debiera tender puentes. Me gusta el castellano y sus mil variantes, y me gusta porque es lo único que tengo y porque no sé hablar en otra cosa.
Así que si habrá consejos, indicaciones y reglamentos sobre cómo debo escribir en mi idioma, quiero que los redacten personas que estén a la altura de las circunstancias y en sintonía fina con mi tiempo, gente que se sienta cómoda en un mundo que ya no es el mismo mundo de hace cincuenta años. Tampoco nosotros somos los mismos, ni nuestras palabras, ni el formato que usamos la mayoría para escribir.
Si antes eran los suburbios y las jergas adormecidas de sesenta países que no se veían las caras nunca, quienes corroían paulatina y lentamente la lengua, modificando la roca a razón de un milímetro por lustro, y luego la RAE, con todo el tiempo de la siesta, recogía unos cambios ocurridos en 1930 y los incorporaba en la edición de 1973, ahora las cosas ya no son así. Ahora todo ocurre en una sola inmensa calle, populosa y cosmopolita, y todo ocurre —sobre todo— al mismo tiempo. Ya no se puede dirigir el tránsito con los mismos policías de pueblo.
Éste es un idioma gigante que hablamos, leemos y escribimos cuatrocientos millones de personas a la vez. Y lo hacemos gustosos, a pesar de las barreras anacrónicas que nos ponen unos sabios —de rancia sabiduría— que sólo acceden a hablar entre ellos y no con nosotros, que van por la vieja vereda del mundo porque tienen miedo a los atracos, anotando todo en libretitas y negando un futuro que terminará por aplastarles el peluquín.