La incertidumbre del diferido
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Debo advertir, antes que nada, que no sé cómo salió el partido entre Argentina y Alemania. No sé si a estas horas del domingo, mientras ustedes leen el diario, estaremos felices o estaremos tristes. Hoy para mí es viernes y el partido todavía no se jugó. Como ven, tengo la ridícula misión de escribir mi columna un día viernes para que se publique el domingo: son las leyes de la imprenta. 

Se me dirá: entonces no escriba usted sobre fútbol, escoja otro tema. ¿Perdón? Eso no es posible, acabo de decir que para mí es viernes, que es la víspera; ¿sobre qué voy a escribir, si no puedo pensar en otra cosa? Y sobre todo, ¿sobre qué voy a escribir, si no sé cuál será el ánimo de mis lectores? El fútbol, mal que les pese a los filósofos serios, nos ayuda terriblemente a comprender el sentido de la vida. Y este diferido entre ustedes y yo resulta como una metáfora sutil del carpe diem: «¡Vive intensamente, ajeno y ciego a los resultados, como si lo que ya pasó pudiera ocurrir mañana!». Esto es metafísica: lo demás son idioteces. 

Ahora ya no ocurre, por culpa de internet, pero durante el siglo XX vimos mucho fútbol en diferido. Ver un partido que ya ocurrió, como si estuviera jugándose, es un acto de amor incomparable para con nosotros mismos. ¿Cómo es posible que una misma persona pueda engañar y caer en la trampa al mismo tiempo? ¿No es ésa, también, la semilla del arte? Cuando yo era chico, la mayoría de los partidos eran en diferido. Y Roberto, mi padre, se ponía como loco. Apagaba las radios, cerraba las persianas y no atendía los teléfonos. Una vez había un Boca-Racing e incluso se taponó las orejas con algodón, para no escuchar las bocinas de los autos, que a veces son las mejores comentaristas del fútbol argentino. Cuando empezó el partido en la tele, se acomodó en el sillón y le pidió a mi mamá el mate, previa admonición: «Si sabés algo —le dijo—, no me digas nada». Y Chichita, trayendo la bandeja con la pastafrola, sin maldad, le contestó: «No te voy a decir el resultado, pero goles no hubo». Ésa fue la vez que estuve más cerca de ser hijo de padres separados. Lo que nos diferencia del mono es una guerra interna, secreta y despiadada. Por un lado, sabemos que todo lo que hagamos en la vida será en vano. Por otro lado, somos conscientes de que no podríamos vivir sin hacer algo. ¿Paradoja? Nada de eso. La fuerza que nos mueve, la pasión, vive gracias a estos dos ejércitos en lucha constante. Quién nos dice que las grandes obras literarias del siglo XX, la música genial de Bartók, la danza moderna y el arte conceptual, no hayan surgido gracias a que hemos visto tanto fútbol en diferido. Mientras escribo esto, repito, todavía no sé si el sábado nos tocará reír o llorar ante Alemania. No sé si estamos en la semifinal o volviéndonos a casa. No sé qué ocurrió, pero ustedes sí. En uno de estos países, Alemania o Argentina, hay ahora gente festejando por las calles, y en el otro hay un silencio ensordecedor. ¿Qué no daría yo por quitarme esta incertidumbre de muerte y estar en el domingo de ustedes, si es que ganamos? Pero sobre todo, ¿qué no darían ustedes por regresar a mi víspera de viernes, a mi esperanza, si es que perdimos? 

Hernán Casciari