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Pausa
Dos veces a la semana suena el teléfono en casa, o el timbre, y del otro lado aparece un encuestador. Cada vez hay más y se presentan mejor preparados. Con el tiempo, han aprendido a ser inmunes al NO. Saben minimizar las excusas y están por todas partes, mendigando quince minutos de nuestras vidas. Si un día la Tierra padeciera un conflicto químico que aniquilase todo —plantas, animales, gente— seguirían sonando los teléfonos por la mañana. El encuestador es la nueva cucaracha del mundo.
Debo advertir, antes que nada, que no sé cómo salió el partido entre Argentina y Alemania. No sé si a estas horas del domingo, mientras ustedes leen el diario, estaremos felices o estaremos tristes. Hoy para mí es viernes y el partido todavía no se jugó. Como ven, tengo la ridícula misión de escribir mi columna un día viernes para que se publique el domingo: son las leyes de la imprenta.
Malos tiempos para la prensa tradicional del mundo entero. Se acaba el año y los datos son los peores en décadas: el New York Times anunció cien despidos en octubre, Time Warner despidió a quinientos trabajadores de sus revistas un mes más tarde, la BBC recortó sueldos y puestos directivos, hubo otros cien despidos en la editora de The Guardian, mientras que aquí, en España, la editorial que imprime revistas como Marie Claire, Cosmopolitan, Muy Interesante o Mía recortó noventa y tres puestos de trabajo hace unos días.
La prensa europea me está sorprendiendo estos días. Le está dando a la tragedia de Haití una cantidad de páginas en prensa, y de minutos en televisión, muy superior a la que suelen dar a la gente negra que se muere en países distantes y pobres.
Hace algunos días Natalia Méndez, una editora de libros infantiles que suele leer Orsai, preparaba un trabajo universitario y encontró —en la página cinco de una efímera publicación que se llamaba Humi, fechada en septiembre de 1982— un chiste firmado con mi nombre y mi apellido. Con generosidad, Natalia escaneó la página y me la envió por correo, sin saber que, al hacerlo, alumbraba un recuerdo que había estado escondido y a oscuras, en el sótano de mi memoria, durante veinticinco años exactos.
Una de las grandes ideas que tuvimos en la reunión grupal con el psiquiatra (ocurre una vez al mes) es comenzar a hacer un periódico sobre lo que ocurre aquí dentro. Nada presuntuoso. Solo un pliego impreso por ambos lados, con las noticias sobre los enfermos, escritas por los enfermos. Por ejemplo, el gran titular de portada, hoy, sería: EL NIÑO ANDONI HA DICHO SUS PRIMERAS PALABRAS.
Una familia ecuatoriana, marroquí, boliviana, rumana o peruana, cuando descubre que lo ha perdido todo, compra un pasaje de oferta y viaja a España para seguir siendo pobre en otro país. Una familia argentina, en cambio, antes de sucumbir económicamente, antes de caer en lo más bajo y hediondo de la indigencia, hace un último esfuerzo y pone un quiosco en su propio barrio. Lo último que hace un argentino antes de bajar los brazos no es buscar nuevos horizontes, sino endeudarse con un proveedor de golosinas.
Aun antes de poner un pie en el hospital, algunos internos vienen precedidos por el rumor de la fama. Ocurre de tanto en tanto, y las enfermeras se ponen tensas y cuchichean en voz baja: «¿Has visto en el periódico a ese que ha matado a toda su familia con una trincheta? Pues dicen que lo traen para aquí». A nosotros no nos avisan de nada, pero nos damos cuenta por el nerviosismo que se respira en todos los rincones. Se trata de los locos mediáticos, los que salen en la prensa antes de llegar.
Me siento muy honrado de escribir aquí, en El País, este periódico por el que siento tanto respeto, dado que mi padre lo enrollaba los domingos y me zurraba con él hasta hacerme desmayar. No era importante si yo había hecho algo malo. Me zurraba porque mi padre era coleccionista de sonidos agradables.