Martha Lofrego fue de las últimas en llegar a la plaza. Tuvo que abrirse paso entre la multitud para acercarse al escenario, donde había quedado en encontrarse con su novio. Esquivó carritos de helados, otros de pochoclos y tropezó con unos nenes que juntaban piedras del piso.
Enseguida se cruzó con las chicas del curso de cocina, pero las saludó desde lejos porque llevaba una hora de retraso y estaba segura de que Fernando, que siempre se fastidiaba por todo, iba a estar enojado.
De pronto se puso en puntas de pie y lo vio entre la multitud. Fernando estaba sentado en las primeras filas, cerca del escenario. Le había guardado un lugar.
Cuando Martha llegó, Fernando le dijo: «Ya pensaba que no ibas a venir». Él estaba claramente de mal humor. En ese momento el locutor pidió silencio desde el micrófono para empezar el sorteo. Martha agradeció la interrupción, que si bien no iba a evitar una discusión, al menos iba a postergarla un poco.
Después de un acople, el locutor explicó, como cada año, lo que todos ya sabían de memoria:
«Bueno, queridos vecinos, a medida que vaya pronunciando sus nombres ustedes subirán al escenario para sacar una papeleta de la urna. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?», dijo el locutor, y todos asintieron al mismo tiempo, con un murmullo entre alegre y nervioso.
Acto seguido, a medida que iban siendo nombrados, fueron pasando uno a uno todos los vecinos del pueblo, incluyendo los ancianos y también los más pequeños, que subían acompañados por alguno de sus padres.
Todos introducían una mano en la urna, sacaban un papel y volvían a sus lugares. Algunos revolvían las boletas durante un par de segundos antes de extraer su papel; otros lo sacaban de un solo movimiento con los ojos suplicantes al cielo; muchos temblaban de los nervios… Martha aguardaba su turno sin desesperar, mientras dos viejos hablaban detrás de ella. «Dicen que en el pueblo de al lado están hablando de suprimir la lotería», dijo uno. «¡Qué estupidez! Es una tradición hermosa», se quejó el otro.
Cuando por fin le tocó subir al escenario, Martha no miró al cielo ni se encomendó a los dioses. Solo se limitó a agarrar la primera papeleta que tocaron sus dedos y volvió a su lugar con la certeza de que no sería la ganadora, por la sencilla razón de que nunca había ganado nada.
Fernando, en cambio, se tomó su tiempo. Revolvió con los ojos cerrados y cuando por fin extrajo una papeleta le dio un beso en el aire al papel. Un beso que a Martha le pareció sobreactuado.
Dos horas más tarde todo el pueblo tenía sus papeletas. «Muy bien, amigos», dijo el locutor, y durante unos instantes nadie se movió de su lugar. «¡Abran sus papeletas!».
Todos hicieron caso y abrieron sus papeles a la vez. «¿Quién la tiene?», «¿A quién le tocó?», se preguntaban unos a otros. Martha estaba inmóvil. Al cabo de un rato las voces empezaron a nombrar: «¿Martha?», dijo alguien. «Creo que le tocó a Martha Lofrego», di-jo otro. Todos la empezaron a buscar con la mirada. Ella estaba petrificada, con el papel en la mano.
«¿Lo tiene usted, Martha?», dijo el locutor desde el escenario. Martha dijo: «No», con el papel apretado en un puño. «¡Que muestre el papel!», gritaron otros.
Fernando se acercó a su novia, le quitó la hoja con fuerza. En el centro del papel estaba la cruz. Fernando alzó la boleta para mostrársela a todos y la gente empezó a gritar de felicidad, aliviados de que la cruz no les hubiera tocado.
«Muy bien, amigos, empecemos», dijo el locutor. Y todos corrieron a agarrar sus piedras, que habían sido pacientemente apiladas desde el inicio de la lotería. «¡No es justo!», gritó Martha, y una piedra le golpeó en la cabeza. «¡Vamos!», gritó el locutor, «¡más fuerte!».
Martha empezó a llorar y suplicar, pero ya era tarde. El pueblo entero, sosteniendo dos piedras en cada mano, se había abalanzado sobre ella.