—¡El pediatra ha dicho que solamente leche! —se queja la madre cada vez que descubre a su hija con la trompa marrón— ¡Que le van a salir parásitos, gilipollas!
—Pero son parásitos argentinos —le discuto—, que no le hacen mal a nadie.
Ella, la madre, juega con ventaja: tiene el contexto de su lado y casi no debe hacer esfuerzos para que su hija se empape de cultura catalana. Prende la tele y salen los Teletubbies diciendo «una abaçaaada», por ejemplo. Vienen los abuelos y le dicen cosas con equis. Sale a la calle y los carteles están en ese idioma tan raro.
—Nos tendríamos que ir a vivir a un país neutral —le dije un día a la madre—. Viviendo acá ganás vos seguro. Nos tendríamos que ir a Chipre. A ver quién gana.
—Esto no es un partido de fútbol —me discute ella—. Además la niña ‘es‘ catalana, viva donde viva.
—¡Una mierda! —me retobo— Es argentina, haya nacido donde haya nacido. Si fuera catalana no sería tan linda.
Aunque lucho a brazo partido, sé que tengo todas las de perder. Me cago en el contexto. Yo tengo que hacer malabares para darle el otro cincuenta por ciento de sangre a la criatura. Ya probé también de darle mate frío, para que empiece a descubrir los placeres de la vida, pero parece que los bebés de cuatro meses no entienden el tema de chupar cosas metálicas. El sistema del dulce de leche, en cambio, funcionaba muy bien.
Yo hubiera seguido con la Estrategia Chimbote, pero Cristina me amenazó: si yo continuaba en esa tesitura de ganarme la nacionalidad de Nina a través de los sabores, ella iba a empezar a ponerle crema catalana en la mamadera, y que al final no íbamos a tener ni una hija autóctona ni una hija argentina, sinó más bien una nena obesa. Entonces firmamos la primera tregua y, de mutuo acuerdo, desde el seis de agosto dejamos de sobornarla con gastronomía regional.
La batalla, en cambio, sigue viva. Ahora, que empezaron los Juegos Olímpicos, la guerra fría ha pasado al terreno de los símbolos patrios:
—Mirá, Nina —le digo—, esos chicos tan lindos que le están haciendo seis goles a Serbia somos nosotros: los argentinos —y me pego fuerte en el pecho, para que le quede claro.
—¿Ese es bonito? —ironiza Cristina, señalando a Tévez.
—Ese no es argentino, Nina. Ese es de Boca. Caca. Feo.
Nina mira la pantalla, y luego a nosotros. Procesa datos.
—¿Ves hija? —vuelvo a la carga yo, señalándole la tele— Ésos de rojo y amarillo son los únicos de Europa que no ganaron ninguna medalla. Gallegos. Caca. Feo.
—Ésos son españoles, Nina —le dice la madre, mostrándole fotos de Barcelona ’92—: y nosotras somos catalanas. No te preocupes.
Entonces yo arremeto:
—¿Ves, mi amor? Esos que no aparecen por ningún lado, porque la Comisión Olímpica dice que ni siquiera son un país, tampoco ganaron ninguna medalla. Catalanes. Caca. Feo.
Y así podemos estar toda la tarde, mientras Nina nos mira seriecita, sopesando todas las posibilidades de nacionalización.
Pero desde que leímos en un libro sobre bebés que en cualquier momento la criatura se larga a hablar, el epicentro de la contienda bélica tiene una nueva baza, un flamante botín que no estamos dispuestos a perder: la primera palabra de nuestra hija.
Cuando la Nina abra la boca y diga su primer sustantivo, estará eligiendo el idioma que más le gusta. Y ambos padres sabemos que si empieza en nuestra lengua, tendremos la mitad de la batalla ganada. Por eso estamos permanentemente diciéndole cosas, para seducirla:
—Hi havia una vegada, una serp que es deia Mixi —le dice Cris, poniendo voz seductora—. Mixi era tant petita, però tant petita, que semblava un cuquet.
—¿Cómo le vas a contar cosas de serpientes, mala madre?—la interrumpo, y se la arranco de los brazos—. Las serpientes son malas, Nina. Caca. Feo —le digo a la criatura, que me mira con los ojos enormes—; las buenas son las tortugas. Sobre todo una que se llamaba Manuelita y que vivía en Pehuajó.
Pero Cristina no se rinde:
—¡Mixi estava molt contenta de ser com era! —grita, intentando tapar mi cuento— ¡Tot i ser diferent de les altres serps!
—¡¡Nadie sabe bien por qué —me desgañito yo—, a París ella se fue!!
—¡¡Era molt feliç al bosc, excepte els dies que plovia, gilipolles!!
—¡¡Un poquito caminando y otro poquitito a pie, pelotuda!!
Cuando Nina empieza a asustarse con nuestros gritos y llora, nos quedamos los dos padres frente a frente, en el comedor, con la garganta reseca, mirándonos con odio, y entonces pactamos una nueva tregua de no agresión.
Pero los dos sabemos que la guerra no termina nunca, que el enemigo está en todas partes, que hay que dormir con un ojo abierto. Nuestra casa, de un tiempo a esta parte, se ha convertido en tierra iraquí. Y nuestra hija es el pozo petrolero.
—Jo solament vull que creixi amb salut— me dice Cris, llena de rabia, tomando litros de café para no claudicar.
—Es lo que yo digo —asiento, con los ojos muertos de cansancio y las manos temblorosas—: lo importante es que sea sanita.
Hace días que no dormimos, temiendo que —si nos gana el sueño— el otro aproveche para lavarle el cerebro a la criatura.
Ser una familia, muchas veces, nos resulta terriblemente desgastante.