Pero al invierno siguiente una ola de pulmonía muy fuerte arrasó la ciudad: las clases y las actividades se suspendieron. No era letal, pero la gente salía lo mínimo posible. Lo que al principio parecía un resfrío por el cambio de clima que Nora trató de ignorar, rápidamente escaló.
Nora había enfermado y en lugar de pasar sus días en el estudio, pintando, tenía que quedarse en la cama, mirando por la ventana el edificio sin pintar de la calle de enfrente. Su amiga Susana se dedicó a atenderla. Cada día estaba peor: ya con sesenta años Nora tenía los pulmones débiles y el pronóstico no era favorecedor.
«Pareciera que no tiene voluntad para vivir», le dijo el médico a Susana. «¿No tiene su amiga algo que la motive?».
«Siempre quiso pintar la bahía de Nápoles. Íbamos a ir este año», contestó Susana.
Nora seguía inmóvil en la cama, mirando fijo por la ventana. Cuando el médico se fue, Susana agarró su bastidor del taller y se lo llevó para el cuarto. Tenía que terminar una pintura por encargo para una galería. Mientras preparaba los acrílicos, escuchó un murmullo que parecía venir de Nora: tenía los ojos brillosos, fijos hacia la ventana y contaba en cuenta regresiva.
«Doce… once… diez… nueve… ocho…», muy bajito, casi como contando hacia dentro.
Susana miró a su amiga y después por la ventana. Una enredadera de hiedra vieja, nudosa, de raíces podridas, trepaba hasta la mitad de la pared del edificio de enfrente.
«¿Qué pasa?», le preguntó.
«Hace tres días había casi un centenar. Contarlas me hacía doler la cabeza. Pero ahora me resulta fácil. Ahí va otra. Ahora apenas quedan cinco».
«¿Cinco qué?».
«Hojas. Sobre la enredadera. Cuando caiga la última hoja también me iré yo. Lo sé desde hace tres días. ¿No te lo dijo el médico?».
Susana no entendía.
«¿Qué tienen que ver las hojas de una vieja enredadera con tu salud?».
«Quiero ver cómo cae la última antes de anochecer. Entonces también yo me iré», repitió Nora.
Susana le dio un poco de agua y le pidió que durmiera. Triste por su amiga, le tocó el timbre al viejo Ponce, el vecino pintor que vivía en el piso de abajo, para contarle sobre los divagues de Nora. Ponce era un íntimo amigo, un poco alcohólico y muy frágil de salud, que hacía años que no pintaba y vivía ofuscado por no haber pintado nunca una obra maestra.
Aunque Ponce se angustió un poco por la mala salud de Nora, estaba un poco borracho, y entonces Susana supo que él no la podría ayudar.
Al día siguiente, cuando Susana despertó, Nora pidió que levantaran la persiana. Había sido una noche de viento y quedaba una sola hoja, amarillenta, colgando de la enredadera. Era la última, pero no se había desprendido y parecía firme.
Nora primero pensó que era un castigo no estar muerta, pero por la tarde recuperó el apetito y hasta volvió a hablar sobre visitar Nápoles. Había mejorado.
Esa tarde, cuando Susana bajó a la farmacia pasó por la puerta del viejo Ponce para contarle, y ahí se enteró de que el viejo había fallecido por la noche. Lo encontraron en la calle, muerto de frío.
Encontraron también una linterna tirada, unos pinceles, y una escalera contra la pared del edificio de enfrente.
Susana miró hacia afuera: la hoja que colgaba de la enredadera seguía inmóvil, no se agitaba con el viento. Y así supo que Ponce había logrado por fin su obra maestra: el viejo borracho había pintado una hoja amarilla en la pared de la enredadera, durante la noche helada.