«La virgen de la Tosquera», de Mariana Enriquez
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Pausa

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100 covers de cuentos clásicos

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Un verano, muertas de calor, unas amigas decidie­ron ir a una tosquera: esos laguitos que se ven cada tanto cuando vas por la ruta (bueno, no son lagos sino pozos inmensos que se forman cuando se saca piedra caliza del suelo, y que después quedan tapados por el agua de la lluvia o de las napas). 

A una de estas tosqueras, que son muy peligrosas (por eso nunca hay gente), decidieron ir estas chicas. La idea fue de Silvia, la única mayor de edad. Silvia ya vivía sola, trabajaba y tenía una vida que, a los ojos de las otras, era tan perfecta que les despertaba emo­ciones mezcladas. Un poco de envidia. 

Por un lado necesitaban a Silvia, porque ella les prestaba el departamento para fumar porro, para ver­se con chicos… 

Pero por otro lado la detestaban porque Silvia siempre se las sabía todas y porque encima se lo curtía a Diego, un flaco de veinte años que estaba muy fuerte. 

Cuestión que un día Silvia dijo de ir a las tosque­ras. Y habló especialmente de una, que era la más honda y la más peligrosa de todas. No solo por el lugar en sí (las tosqueras pueden tener remolinos, chapas, vidrios) sino porque esta tosquera tenía un dueño religioso y muy hijo de puta. El tipo, el dueño, había puesto una virgen guardiana del otro lado del lago, y si veía intrusos, el dueño salía a los escopetazos y soltaba unos perros enormes. 

A pesar de las alarmas, las chicas aceptaron ir con Silvia y Diego a esa tosquera. Tenían la esperanza de que Diego, al verlas a ellas en malla, se cansara del culo chato de Silvia, cortara con ella y se las cogiera a todas. 

La que más ganas tenía era Natalia, que todavía era virgen, y que unos días antes, para conquistar a Die­go, le había servido un té con gotitas de menstrua­ción como parte de un gualicho de «amarre», porque había leído que eso funcionaba. Pero no anduvo. 

Fueron en colectivo a la tosquera, y ya en el viaje Diego y Silvia se mostraron cada vez más unidos, se besaban y se reían, como si se hubieran puesto de no­vios de verdad, y eso a las chicas les molestó un mon­tón. Y no solo eso, sino que además cuando llegaron a la tosquera les hicieron a las chicas una broma tonta.

Diego les propuso cruzar la laguna hasta llegar a la Virgen. Para él y Silvia, que nadaban muy bien, fue fácil: nadaron en línea recta por el medio de la laguna. Pero las chicas, que eran más temerosas, deci­dieron bordear la laguna lentamente, a pie, y bajo un sol tremendo. 

Por supuesto, los primeros en llegar fueron Silvia y Diego, frescos como una lechuga. Y después llegaron ellas, con olor a chivo, con el flequillo pegado a la frente, todas las piernas picadas por los tábanos. Los novios se rieron al verlas, pero antes de que ellas pu­dieran decir una palabra, Silvia y Diego se volvieron a tirar al agua y nadaron de regreso. Las chicas se que­daron humilladas, a cincuenta metros de la Virgen. 

Masticando bronca, Natalia dijo: «Quiero ver a la Virgen». 

Y se fue sola, al altar, mientras las demás se queda­ron recuperando el aire y fumando un pucho. A los dos o tres minutos Natalia volvió con un dato. Les dijo a las chicas: «Che, no es una Virgen… Abajo del manto blanco hay una mujer roja que está en bolas y tiene los pezones negros». 

Natalia miró a sus amigas y dijo: «Y le pedí un deseo». 

Y empezó a caminar de regreso. 

Un rato después, Diego y Silvia se disculparon por la joda y les convidaron a las chicas una cerveza bien fría para que se refrescaran un poco. Pero justo cuando Diego destapó la botella se escuchó el primer balazo. Era el dueño, asomando junto a varios perros que en pocos segundos los estaban rodeando y rugían de hambre o de odio. Natalia notó enseguida que las bestias solamente les ladraban a Silvia y a Diego.

Así que con mucho cuidado Natalia se vistió, les dijo a sus amigas que también se vistieran, y las chicas se fueron de la mano, hasta la ruta. 

Cuando llegaron a la parada del colectivo, todavía se escuchaban los gritos de dolor de Silvia y de Diego. Y desearon que ningún auto de la ruta escuchara esos gritos, ni que frenara, ni que salvara a los novios de las garras de los perros.

Increíblemente, ese deseo también se cumplió.

Mariana Enriquez
Una adaptación de Hernán Casciari