Las caras de la luna
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Seis meses haciéndome el loco

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En esta columna del periódico tengo una lectora que me deja mensajes cuando está mirando la luna. En su homenaje, o por su culpa, cada vez que veo la luna en el patio del hospital recuerdo a esta lectora, que suele firmar como Arcángel. No es que yo quiera recordarla, es que aquí no tengo demasiadas cosas que asociar con la luna, ni demasiados amigos o conocidos en los que pensar mientras la observo por las noches. Todo lo que ocurre aquí dentro es de una rutina pegajosa; nada me conmueve más que mirar la luna hasta quedarme dormido.

Al mirar la luna desde la ventana de mi habitación, tengo el único rato nocturno de poesía. La luna no es ese disco blanco que veo, lo que veo es solamente una de sus caras. Ni siquiera esta lectora ve exactamente la misma cara de la luna que observo yo desde aquí. Ve otra. Cada uno de nosotros ve una luna única y singular.

Cuando le hago muecas al Niño Andoni para quitarle la comida, suelo poner diferentes caras tras la servilleta. Este juego a los niños les gusta mucho y se ríen sin parar. Yo tengo más de veinticinco caras distintas. La luna, en cambio, tiene un rostro diferente para cada persona que la mira.

La señora que dice ser mi madre, por ejemplo, viene a visitarme los días martes y los días jueves. Ha venido ayer, y vendrá mañana. Yo odio mucho los miércoles, porque son días sándwich. Son días en los que aún no me recupero de la primera visita, y ya comienzo a tener angustia por la segunda.

Al revés que la luna, las madres tienen diferentes caras conforme pasan los años. Mi primera madre tenía un rostro angelical. A mis diez años le cambió la cara y pasó a tener un gesto más frío, más severo. Pero yo igual la quería. A mis quince años mudó otra vez de cara. Esta vez era una cara blanca, lunar, con unas primeras arrugas. Y después todo se vino abajo.

A los dieciocho años entré en el primer hospital (que no era éste), y mi madre ya no era mi madre. Comenzó a ser la señora que dice ser mi madre. Era una señora con una cara traspuesta, avejentada, llena de dolor y sin esperanzas. Una mujer que me seguía preguntando si comía bien, si estaba lo suficientemente abrigado, pero su voz surgía de un pozo sin fondo, de un lugar extraño para mí.

Con mis primeras madres yo miraba la luna. Mis primeras madres me enseñaron los nombres de las estrellas, de las constelaciones, y también me supieron decir cuál era la luna menguante, y cuál era la luna creciente. La señora que viene a visitarme ahora me trae una canasta con tarta de manzanas, me trae recuerdos de parientes que no recuerdo, me trae la sensación ficticia de un pasado en común, pero sobre ella, sobre esta señora, sobre su cabeza, solo hay un techo, nunca hay una noche maternal para que podamos ver la luna.

Yo sé que esta señora sufre por mí, que sufre por verme aquí y por verme solo. Pero no es mi madre; no es la primera, ni la segunda, ni la tercera. Solo tiene en común con mis verdaderas madres el perfume, un perfume dulzón que permanece cuando se va, los martes y los jueves.

Este perfume que todavía tengo en los dedos mientras miro las caras de la luna en medio de la noche.

Xavi L.
(Personaje de una novela de H. Casciari)