El olor que recuerdo con más emoción es el de los espirales fuyí para los mosquitos. La única luz de aquellas madrugadas era la candela encendida de esos mata-insectos inocentes, antiguos y verdes, que soltaban un aroma a infancia y a monarquía oriental, y que me protegían de las ronchas matinales. El ventilador y el espiral siguen siendo hoy, para mí, dos milagros que al mezclarse me evocan la ansiedad infantil del fin de año, de las Fiestas y de la noche de los Reyes Magos.
También recuerdo con emoción esta canción de la época, a la que el lector argentino le pondrá música mentalmente sin esfuerzo:
Llegaron ya los reyes, eran tres,
Melchor, Gaspar, y el negro Baltasar.
Arrope y miel le llevarán
y un poncho grande de alpaca real.Changos y chinitas duérmanse
que ya Melchor, Gaspar y Baltasar
todos los regalos dejarán
para jugar mañana al despertar.
Los países que tienen la desgracia de pasar diciembre y enero entre bufandas, estornudos y calefactores, celebran las Fiestas sin ganas, como si el festejo fuese una tortura que hay que soportar una vez cada doce meses. Como los chequeos médicos, las declaraciones juradas y los discos de Calamaro.
En algunas partes de España, por ejemplo en la que vivo yo, ni siquiera existe Papá Noel. Lo que hacen es conseguir un tronco de madera, lo tapan con una frazada y le pegan con un palo hasta que «caga» regalos. El ser sobrenatural no viene del Polo ni tiene barba ni es gordo ni va en trineo. El ser sobrenatural es un tronco y se llama Tió. La canción que se canta en Cataluña mientras se apalea la Navidad es la siguiente:
Caga tió , caga turró
d’ametlles i pinyó
i si no cagues bé,
et fotré un cop de bastó!
Lo que traducido al argentino sería como cantar:
Cagá Papá Noel,
cagá turrón de miel,
y si no cagás regalos,
te cagamos bien a palos.
A pesar de esta tradición violenta, en las Fiestas del hemisferio norte los petardos suenan más despacio, los parientes más iracundos nunca llegan a las manos, los regalos de Melchor son más caros pero menos valiosos, en las mesas no hay piononos ni mucho menos salpicón de pollo, y los chicos se congelan como estalactitas antes de que llegue el ser sobrenatural que corresponda a cada región y se chamusque el culo en la chimenea.
Mientras escribo esto es un jueves de diciembre, tengo treinta y cinco años y hace frío. Sin embargo, pasé mis primeros veintinueve diciembres con calor, en patas o en chancletas y abriendo la heladera cada dos minutos para buscar los cubitos. Ahora hace seis diciembres consecutivos que canto el «caga tió» al lado de una estufa, como un viejo choto o un esquimal achanchado, y todavía no me puedo acostumbrar a este espantoso clima español del fin de año. Ni tampoco a lo que llega después, que es todavía más ridículo: el carnaval en invierno. Las mascaritas con campera. El rey momo pidiendo a gritos que lo quemen.
Las películas y las series de la televisión, que casi siempre vienen desde Norteamérica, nos acostumbraron a convivir —visualmente— con las navidades blancas del hemisferio norte, con los gorros de lana que usaba Michael Landon cuando le construía los trineos de madera a sus tres hijas, con las compras de último momento en la helada Nueva York, donde el humo aparece nítido desde las alcantarillas y las bocas de subte.
Es decir, los habitantes del cono sur entendemos con ojos de videotape la vulgaridad que representa pasar la navidad con frío. Pero no la podemos entender con el cuerpo. Y, lo que es lo mismo y hasta más grave, no la podemos soportar cuando se nos acerca, blanca y radiante como la novia de Antonio Prieto.
Lo más preocupante de las culturas frías es que no se puede sacar la mesa al patio para ver llegar el nuevo año. Y eso genera que las conversaciones sean tediosas, programadas y prolijitas. No sé por qué ocurre esto, pero el español, cuando está bajo techo, tiende a construir sobremesas sin gracia. En cambio cuando lo alumbra la luna, las estrellas y los faroles del jardín, se da el lujo de ser más natural, de tirarse pedos sin disimulo y de cortejar abiertamente a las cuñadas.
En España, a las doce de la noche del 31 de diciembre, todos los televisores de todas las casas están encendidos; eso es lo que se llama empezar mal el año. Generalmente en la tele se ven a unos personajes conocidos, con abrigos hasta el cuello, en una plaza pública donde hay un edificio con un reloj enorme. Cada año, el pueblo ibérico tiene por costumbre comer una uva por cada campanada que suena en la televisión, hasta engullir exactamente una docena en doce segundos. Esto les parece a todos muy divertido, porque fingen atragantarse o fingen que les cuesta mucho hacerlo.
Desde las once de la noche, además, los presentadores de la televisión le explican a la población civil que no hay que confundir los cuartos con las campanadas. Lo explican de esta manera:
PRESENTADOR: —«Un repiqueteo intenso acompaña el descenso de la bola; a continuación comienzan los cuatro cuartos, que no es el momento en que ustedes se toman las uvas; e inmediatamente después, casi simultáneo al cuarto cuarto, la primera campanada, donde sí ustedes deben tomarse las uvas».
En Argentina nadie sabe exactamente qué programa pasa la televisión a las doce de la noche del 31 de diciembre. Me imagino que alguna misa, o una película donde Jesús es hermoso y tiene los ojos parecidos a Robert Powell. La gente normal está en el patio, peleándose con los mosquitos y los cascarudos. Yo creo que la presencia cercana de insectos nos ayuda mucho a liberarnos de los códigos y los reglamentos. No es lo mismo conversar cuando el animal más cercano es un locutor de televisión, que charlar mientras una vaquita de san antonio te camina por el antebrazo.
En España, como es lógico, no hay insectos en Navidad. Ni ventiladores, ni patios, ni artilugios ingenuos contra los mosquitos. Tampoco suena la sirena de los bomberos a las doce en punto del nuevo año, ni se ilumina el cielo con fuegos artificiales caseros y mortíferos, ni un vecino saca el revólver y tira balazos al aire, ni otro vecino muere al instante por culpa de una bala perdida, ni se cae tu suegro borracho a la pileta, ni las mujeres se pasan la tarde cortando frutas para la ensalada, ni las amigas de tu hermana se aparecen a la una y media para ir a bailar, semidesnudas y alegres, ni te llama por teléfono a las doce en punto un pariente emigrado desde España, para decirte que allí ya son las cinco de la madrugada, que todos duermen y que en las calles desiertas hay dos grados bajo cero.
Ahora, que el pariente estúpido que llama soy yo mismo, esas comunicaciones telefónicas me revuelven el estómago.
Es que detrás de la voz de mi madre o mi padre o mi hermana, detrás de la conversación trivial y del cómo la están pasando, detrás de las enhorabuenas y de los deseos recíprocos, escucho siempre esos gritos veraniegos, los estruendos y los petardos, a los chicos que gritan o se zambullen, las sirenas y la música de fondo. A veces, si pego bien la oreja al auricular, también escucho mi voz, mi propia voz de los veinticinco años, mi voz antigua allá a lo lejos, que arrastra las erres, y que está conversando con mi cuñado al lado de la parrilla.