Las teleoperadoras también lloran
7m

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España, decí Alpiste

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Mi relación con las chicas que te quieren vender cosas por teléfono empezó hace un par de años, y fue un comienzo descorazonador. En Argentina estos llamados no eran una plaga (como lo son aquí) y yo no estaba acostumbrado a defenderme. La primera vez que me quisieron vender algo, mandé a la operadora a la concha de su madre y colgué, como dios manda. Error: a los dos minutos la chica me llamó de nuevo, y estaba llorando.

Amargamente, me dijo entre sollozos que yo era un miserable, que no me costaba nada decir «gracias, pero no me interesa la oferta» o alguna otra frase cariñosa. En medio de hipos y pucheros me invitó a comprender que ella no tenía la culpa de estar encerrada, puchero, en un cubilete de tres por tres llamando a desconocidos, puchero, durante nueve horas al día; hipo.

Me conmovió la teleoperadora; me conmovió en serio. Me provocó un charco de culpa en la mirada, como cuando —de niños— hacíamos bromas por teléfono y nos pasábamos de crueles.

Le pedí perdón con sinceridad y vergüenza, y le dije que, si fuera por mí, le compraba aquéllo que me quería vender. Pero que las decisiones económicas en la casa las tomaba mi mujer. Nos despedimos con tensa calma.

Lo primero que hice, esa misma tarde, fue adquirir un teléfono buchón, que son ésos que te dicen desde qué número te están llamando. De ese modo podría esquivar las ofertas de las operadoras intempestivas. La primera semana todo anduvo de maravillas: las empresas de telemarketing utilizan un sistema que nos impide conocer el número, por lo que yo no atendía ninguna llamada que pusiera «número privado» en el visor. Durante días me sentí un muchacho inteligente e ingenioso.

Pero lo bueno no dura mucho. A las dos semanas descubrí que las llamadas procedentes del extranjero también ponen «número privado». Por lo tanto podía ocurrir que, al esquivar a una teleoperadora depresiva, no me enterase de la muerte de mi madre o alguna otra cosa importante de Argentina. Y otra vez empecé a contestar las llamadas de todo el mundo.

En los últimos seis meses casi nunca murió mamá. La enorme mayoría de los telefonazos vespertinos fueron de estas chicas, y tuve que pasarme tardes enteras escuchando el discurso memorizado de las promotoras autómatas, a las que me imaginaba encerradas en cubiletes oscuros y a punto de suicidarse si yo decía algo inadecuado. Por temor, nunca les falté el respeto ni colgué el auricular sin un «chau, que tengas un buen día», pero también aprendí algunas técnicas de disuación.

Así como ellas, las telemarketers, hacen un cursito para aprender a ser seguidoras e insistentes, yo fui puliendo métodos eficaces para quebrantarles el objetivo de mantenerme en línea. A mis mejores trucos los bauticé EAT y YSA: «Estaba Al Tanto» y «Ya Soy Abonado». Hasta hace poco, ambos me funcionaban a la perfección:

—¿Hablo con el señor Casciari, Hernán? —ellas siempre saben tu nombre, y lo dicen al revés, como en los colegios de curas.

—Sí, digamé —hay que responder «sí», porque si decís «no» les da lo mismo.

—Disculpe, Hernán —desde ese momento dirán tu nombre al final de cada frase—, lo llamo de «Movistar» para informarle de una promoción de alta gratis…

—Ah sí, estaba al tanto —primer match point.

—Fantástico, Hernán, ¿y le interesa?

—Es que ya soy abonado —bolea y partido.

—Siendo así, Hernán, disculpe la molestia.

—Chau, que tengas un buen día —saludamos a los jueces de silla y nos retiramos a vestuarios.

Vivía feliz con mis métodos hasta hace una semana que me llamó Silvia, la teleoperadora de «El Periódico de Catalunya». Una mujer terrorífica que debería estar trabajando como perro que huele marihuana en el aeropuerto. No hubo forma de detenerla.

—Ah sí, estaba al tanto de la promoción —mentí convencido después de su primera impronta, creyendo que sería otro partido fácil.

—Fantástico Hernán —me dijo ella—, ¿y le interesa?

—Es que yo recibo El Periódico en casa todos los días —dije, y esperé la ovación de las tribunas. Pero ella entonces me devolvió un passing shot paralelo a dos manos:

—Es que esta promoción es justamente para suscriptores. Déjeme que le comente en qué consiste…

La siguiente media hora escuché el discurso de Silvia en silencio. Para peor, ella tenía razón: si yo realmente hubiera sido suscriptor de El Periódico de Catalunya estaría encantado con los vales anuales de descuento, los DVD y las entradas a los preestrenos. Era un monstruo, Silvia. Un león vendiendo diarios.

—¿Entonces qué hacemos? —me dijo al final del espích— ¿Le envío los vales y los paga contrareembolso?

Manoteé una excusa débil:

—Es que debería consultarlo con mi señora —confesé avergonzado; aquel era un drive sin fuerza, muy alto, extremadamente fácil de devolver.

—¡Fantástico! Consúltelo esta noche con Cristina —me dijo, sabiendo por alguna razón el nombre de mi mujer—. Lo llamo mañana a esta hora y confirmamos el envío, Hernán —y me colgó.

¡Me colgó ella, hija de una gran puta! Manejó el partido mejor que Martina Navratilova en sus mejores tiempos, y me había ganado el primer set sin transpirar.

Al día siguiente me había olvidado por completo del incidente. Por eso contesté el teléfono con las defensas bajas y la Nina en brazos.

—Hola Hernán —dijo con una sonrisa que se adivinaba a través el cable—, soy Silvia, de El Periódico de Catalunya.

Temblé y Nina casi se me resbala de las manos. En otra situación, hubiera dicho «no, está equivocado», pero el acento argentino me delata. Opté entonces por el desdoblamiento de la personalidad:

—No habla Hernán —dije—; soy Rafael, su hermano, ¿quiere dejarle algo dicho?

Fue peor. Durante media hora me informó sobre todas las ventajas de la promoción como si yo nunca las hubiera escuchado, y cuando terminó me preguntó a qué hora podría encontrar a Hernán o a Cristina.

—Mi hermano ha tenido que viajar a Buenos Aires de urgencia —fantaseé—. Pero mi cuñada mañana por la tarde está todo el día —esto último era verdad; yo no quería saber más nada con Navratilova: que se encargara mi cuñada.

Cristina y Silvia conversaron por teléfono el viernes. Silvia le contó a Cristina que había estado hablando con su cuñado Rafael sobre la renovación de la suscripción al diario. Cristina le dijo que nunca habíamos sido suscriptores de El Periódico y que ella no tenía ningún cuñado llamado Rafael. Se despidió de la teleoperadora sin sacarme los ojos de encima, como si me quisiera comer vivo.

—¿Por qué tienes que mentir siempre? —me dijo entonces Cris, haciendo puchero— ¿Por qué le mientes a todo el mundo, sin ningún motivo? ¿Qué ganas enredándolo todo?

Nina nos miraba con un compás rítimico de cabeza, privilegiada espectadora de una final de tenis sobre mosaico. Busqué el mejor golpe de revés durante un segundo larguísimo. No quería que Cris empezara a llorar y había que hacer algo pronto. Cuando tuve todas las puntas más o menos hilvanadas, tomé aire y le dije, mirándola a los ojos:

—Sí, Cris: tengo un hermano que se llama Rafael —prendí un cigarro, porque sería un partido durísimo, a cinco sets—. Es una historia muy larga, pero tarde o temprano te tenías que enterar —y le empecé a explicar la doble vida de mi padre.

Hernán Casciari