Lechón
10m

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Inéditos

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«Lechón, ven a poner la mesa», me dijo ayer mi mujer, en un tono sarcástico, y a mí me sonó muy extraño el mote, porque lechón no es una palabra que se use en la península. Más tarde me llamó Chiri y me comentó, entre risas ahogadas, que mi madre había dejado un comentario muy largo en el blog, explicando con pelos y señales cómo había sufrido ella el día en que yo nací, hace ahora cuarenta años. En ese comentario es donde me llama lechón y le cuenta a todo el mundo intimidades que me avergüenzan.

Chichita no se puede quedar callada nunca. Cada vez que hay una mínima posibilidad de hablar sobre mí con otra gente, ella lo hará encantada. Y si puede contar algo íntimo, que sirva después para la burla ajena, entonces lo hará con más ganas. La única diferencia es que hace treinta años me hacía ruborizar de un modo analógico y frente a cinco o seis amiguitos mercedinos, y ahora aprendió a hacerlo de forma virtual, y me avergüenza frente a miles de lectores.

Ayer cumplí cuarenta años y ella tuvo que participar del festejo con una especie de discurso o testimonio de vida. No dijo «feliz cumpleaños, hijo» como haría una madre normal. Empezó diciendo que aquel 16 de marzo era lunes, embaló con verborragia y ya no pudo contenerse.

«Me internaron y decidieron hacerme cesárea —dice Chichita en un fragmento de su larguísimo comentario de ayer—. Extasiada por todo lo que pasé, solo quería dormir. Pero el doctor Russi me dijo: ‘No, el hijo debe estar con la mamá’. Y entonces me pusieron al lechón arriba del pecho».

—Al lechón, dijo —se reía Chiri anoche, con la misma risa que usó siempre para burlarse de mí por las cosas que dice mi madre.

—¿Vos conocés a otro escritor que tenga una madre que lo avergüence frente a sus lectores? —le pregunté— ¡Tengo cuarenta años!

—Es una genia, Chichita —me decía Chiri, que siempre la defendió.

—No señor. Una genia es tu madre, que solamente nos traía el termo con el mate y se volvía a la cocina sin hacerte pasar vergüenza.

Muy pronto, en la escuela primaria, todos nos damos cuenta si nuestra madre es de las que se mantienen al margen o de las que llaman la atención y se convierten en una afrenta. Yo siempre envidié a Chiri por la madre que le tocó.

Cuando yo invitaba amiguitos a mi casa, Chichita no se limitaba a traer los vasos de nesquick y desaparecer del mapa. Hacía exactamente lo mismo que hizo ayer en el blog: contaba cosas internas o hacía referencias vergonzantes.

—Hernán —decía, por ejemplo, con una hoja de cuaderno Rivadavia en la mano— ¿ya le leíste a tus amigos la poesía de amor que escribiste el otro día y que escondiste en un cajón de tu pieza?

Nunca eran intimidades graves, sino más bien pequeñas idioteces de entrecasa que podía guardar para otros momentos, pero que ella necesitaba decir en público. Las risas de los demás, las carcajadas de mis amigos, la llenaban de gloria.

El problema principal es que Chichita creyó, desde mi más tierna infancia, que yo era una especie de niño prodigio. Me parece que siempre tuvo ganas de tener un hijo despierto, y se lo fue creyendo a base de fantasías, de robarme anotaciones de mis cuadernos y de magnificar mis intentos de ser poeta.

Sufrió mucho cuando, en primer grado, no entré a un buen colegio por falta de cupo. Y al año siguiente hizo lo imposible para hacerme entrar. Hubo un examen en febrero, entre muchos chicos del pueblo, y solamente ingresaban al buen colegio los diez mejores promedios. Yo entré de casualidad, en el puesto número nueve y rasguñando el descenso, pero ella no decía jamás que había quedado en el puesto noveno:

—Hernán hizo el examen para la Escuela Normal Superior y fue el segundo mejor varón de toda la escuela —le contaba a sus amigas, y me llenaba de vergüenza.

A Roberto, mi padre, también le chirriaban estos excesos de Chichita, pero los equilibraba con humor:

—Y no solo fue el segundo mejor varón —decía Roberto, picando una aceituna—, también fue el primer mejor gordo.

Cuando dejé de ser un infante mediocre y me convertí en un adolescente drogadicto, Chichita tuvo que cambiar su estructura de pensamiento. En su cabeza dejé de ser un niño prodigio y me convertí en un genio incomprendido.

—Anoche lo vi a tu hijo en motito por la Treinta y Tres —le decía una amiga, por ejemplo—. Iba vomitando mientras aceleraba.

—Es que ayer se quedó hasta tarde festejando —decía mi mamá— porque ganó un concurso literario muy importante.

Chichita se aferraba a mis poquísimos triunfos, se agarraba fuerte, para no caerse de culo en mis muchas y variadas miserias. Las cuatro o cinco veces que me expulsaron de la Escuela Normal fue ella, en persona, a hacer escándalo frente al director para que me reincorporasen:

—¡Es un genio! —gritaba por los pasillos del colegio— ¡Es un genio que no se adapta a un sistema educativo corrupto!

Yo temblaba en el pupitre cada vez que un compañero de clase me tocaba el hombro y me decía, al oído: «Che, me parece que entró tu vieja a sala de profesores».

Más tarde crecí y me fui de Mercedes, pero las fantasías de Chichita me seguían llegando por terceras personas, aunque la lejanía ayudó mucho a amortiguar la vergüenza.

Muchos años después, sin embargo, la fuerza arrolladora de Chichita regresó imparable. Fue cuando escribí la historia de los Bertotti y la novela empezó a hacerse conocida. Yo le decía a la prensa (sin saber que estaba alimentando a un monstruo) que el personaje principal, Mirta, estaba parcialmente basado en mi mamá. ¡Para qué! Ese fue un error gravísimo, porque en un punto oficialicé su locura.

El día del estreno teatral de Más respeto que soy tu madre, Chichita estuvo sentada en la fila doce. Al acabar la función, Antonio Gasalla me invitó a subir al escenario y yo lo hice con muchísima vergüenza, porque esas situaciones me ponen los pelos de punta.

Una vez arriba de las tablas Gasalla me palmeó:

—Espero —me dijo, frente a unos mil espectadores— que la Mirta de mi adaptación sea un poco parecida a la que vos creaste.

Yo estaba a punto de decir que sí, pero entonces se levantó Chichita desde las plateas y, a los gritos, dijo:

—¡Yo soy Mirta!

Gasalla intentó ver quién le hablaba; hizo visera con la mano.

—¡Acá, Antonio! —siguió Chichita— ¡Yo soy Mirta, y lo hacés muy bien, te felicito!

Yo sé que en los escenarios de los teatros hay una especie de trampilla de madera, en el suelo, que te permite desaparecer. Yo quería estar encima de esa trampilla, y que alguien desde bambalinas apretara el botón. Yo quise caer y caer hasta las profundidades de la calle Corrientes, y nadar por las alcantarillas, y dejarme comer por las ratas.

Porque allí, en ese momento, supe que Chichita había vuelto desde mi infancia con armas nuevas, y que ahora ya sería imposible detenerla. Dos o tres veces, después de aquello, la escuché en las radios de Buenos Aires, o en la televisión de Mercedes, respondiendo a reportajes en donde se proclama la verdadera Mirta. Cada vez que aparece una nueva edición del libro, o que se entera que la obra de teatro sigue llenando salas, me llama por teléfono y me dice: «Te sigo dando de comer, gordito». Hace lo imposible por avergonzarme, desde hace ya seis o siete años, con mucha más fuerza que en la juventud.

Sin embargo hay algo en toda su locura, antigua y moderna, que nunca me permitió enojarme de verdad con ella. No sé muy bien qué es. Imagino que, tras la rabia tremenda que me provocaba —en la infancia— que me espiara los cuadernos con poemas y cuentos, yo sabía también, en el fondo, que en casa alguien me leía. Que en casa alguien confiaba en mí a pesar de todo.

Ayer, después de escribir el comentario largo y vergonzoso en el blog, Chichita me llamó para desearme un feliz cumpleaños. «Ya tenés cuarenta», me dijo, y yo descubrí que ella también cumplía cuarenta años de madre; que el cumpleaños, de algún modo, era tan suyo como mío. Y me quedé un poco sorprendido por ese dato tan natural.

Entonces volví a leer su comentario, el que hizo en el blog, y sin querer le fui corrigiendo las faltas de ortografías, le puse párrafos, le cambié un par de tiempos verbales, y mientras lo maquillaba un poco empecé a entender esas palabras desde otro lugar, más íntimo, más de ella y de mí, y supe que no me estaba diciendo feliz cumpleaños delante de mucha gente, que no era eso. Chichita estaba escribiendo en Orsai.

Porque lo que escribió mi madre ayer está compuesto del mismo material de este blog, es tan íntimo como la revista que hacemos con Chiri. Y es lo más parecido del mundo a todos esos papeles que ella lee desde hace cuarenta años en mis cuadernos Rivadavia, y que antes yo guardaba en mis cajones secretos y que ahora dejo con libertad en la red. Ella sigue leyéndome como entonces. Y me habla también como entonces.

Un día como hoy —me cuenta Chichita—, de hace hace exactamente cuarenta años, era lunes. Habíamos pasado un hermoso domingo de marzo en la quinta de mis suegros. Estábamos todos en familia y entre amigos, esperando la llegada del primer hijo, el primer nieto, el primer sobrino. Él parecia estar muy cómodo donde estaba, porque no quería salir. Mi fecha de parto era del 10 al 14 de febrero. Pero estábamos a 15 de marzo y nada.

Aumenté veinte kilos durante todo mi embarazo. ¡Una barbaridad! Mi médico, el doctor Rebagliati, me había dicho que podía haber un error en la fecha. De todos modos, si para el 16 no pasaba nada, me inducirían el parto.

Nuestro amigo Peti, que estaba con nosotros en la quinta, me llevó en su Citroën amarillo a buscar una pelota, para jugar en la quinta. Cuando pasábamos por las vías lo hizo a mucha velocidad.

—Vas a ver como así vas a tenerlo —me dijo.

Y tenía razón. A las seis de la tarde de un día como hoy empecé con dolores muy fuertes, y así estuve hasta la una de la mañana. Me internaron y decidieron hacerme cesárea, porque el bebé estaba atravesado (y así siguió toda la vida).

—Nació un varón —dijo el doctor Russi—, y qué grande es: cuatro kilos setecientos.

Ninguna ropita que pacientemente le había tejido le entró. Las abuelas tuvieron que salir corriendo a comprarle ropa. Extasiada por todo lo que pasé, solo quería dormir. Pero el doctor Russi me dijo:

—No, el hijo debe estar con la mamá.

Y entonces me pusieron al lechón arriba del pecho.

Lloraba tan fuerte que parecía un bebe de cinco meses. Roberto y yo estabámos felices: había nacido por fin nuestro primer hijo, el 16 de marzo de 1971, a las una y cincuenta de la mañana; lo llamaríamos Hernán. Qué casualidad: un 16 de marzo, pero cuatro años antes, Roberto me declaraba su amor por carta.

A partir de ese día supe que ya nunca más descansaría de noche como lo hacía antes. Y supe también que el gordito era único. Que todo lo que renegaba con él, una sonrisita suya lo borraba. Como fue después y como es ahora, porque imagino su sonrisa y se me borran todos los dolores.

Hernán Casciari