La perdono siempre, y sé que hago mal. Pero, ¿qué le puedo decir a Iveta, cómo le puedo criticar el gusto estético, si su mirada me conmueve? Hace semanas que me ganó el televisor, y yo no hago nada, no me quejo, no la contradigo. Tampoco la echo de mi cama. Por mucho menos, por un simple zapping a destiempo, por una mueca de disgusto ante un buen chiste de Seinfeld, otras mujeres abandonaron mi casa semidesnudas, maltratadas, llorando o a los gritos. ¿Pero cómo puedo negarle algo a Iveta, cómo se hace, cuando me mira así?
Por la mañana, mientras desayuna conmigo, vemos unas telenovelas latinas espantosas; algunas —para peor— son argentinas. Los checos adoran una clase de culebrón pésimo, de colores vivos y guión cuadrado. Los checos saben quién fue Andrea del Boca, saben quién fue Gabriel Corrado. No sólo eso, sospechan que gente absurda y olvidada, como Gino Renni o Luisa Kuliok, son estrellas internacionales. La guerra, en esas regiones del mundo, ha provocado enormes desastres de percepción.
De un actor secundario nacional (no diré su nombre) que salía brevemente en una de sus telenovelas preferidas, le conté a Iveta una anécdota real, que ocurrió en los noventa. Le dije que una noche, en Belgrano, un amigo muy necesitado de dinero (tampoco diré su nombre) se dejó chupar la poronga por este actor, muy necesitado de afecto. Le conté esto para apagar, con realidades del subdesarrollo, su admiración por la mala televisión argentina. Pero el resultado fue inverso: ella me miró maravillada, como si de alguna manera yo perteneciera, en tercer grado, por interpósita fellatio, al mundo de sus ídolos.
Por la tarde vemos series norteamericanas de los años ochenta, que son las peores que se han hecho en toda la vida de Dios: me obliga a descargar del utorrent temporadas enteras de BJ, de MacGyver, de la insufrible Dallas. Lo extraño es que Iveta no ve estas porquerías con ánimo bizarro, como lo harían quizás los homosexuales progres y los gordos inmaduros de casi cuarenta años, sino que las devora con genuino interés.
Ella ha venido de un mundo donde el capitalismo se ha retrasado un poco; Iveta viene de una ciudad con televisores en blanco y negro, con señal de ajuste durante toda la noche; de un mundo sin HBO, sin educación pública, sin la quinta temporada de Six Feet Under, sin leche pasteurizada. Los checos piensan que JR sigue haciendo de las suyas en la granja, no saben todavía cómo acaba la historia de los Ingalls, jamás vieron The Kids in the Hall, por el amor de Dios… La guerra es espantosa: hace miserables e infelices a los hombres.
No me estoy quejando de Iveta, sino de mí. Me quejo de cómo el amor me estupidiza, me somete. No me quejo sólo de las telenovelas y las series que tengo que tragar para tener a Iveta cerca de mí y poder acariciarla. Lo peor, en realidad, ocurre por la noche, porque el mando a distancia (como mi corazón) está en sus manos las veinticuatro horas del día.
Por las noches, Iveta me obliga a compartir con ella el resumen del Českomoravský fotbalový svaz, que vendría a ser la liga checa de fútbol. Nunca había visto, en todos mis años, canchas de fútbol tan necesitadas de verde. En un terreno farragoso, vacío completamente de hinchas, unos deportistas que (puedo apostarlo) tienen otro empleo de lunes a viernes, desarrollan un fútbol triste, que Iveta observa con pasión, a veces embanderada, a veces con la cara pintada de colores. Siempre pegando grititos.
Es tan intenso observar de reojo a Iveta cuando sospecha que un pase no ha sido offside, o verla lloriquear cuando acaba un partido sin suerte. Resulta tan humanitario amarla, y besarla, y darle los gustos, cuando el SK České Budějovice de sus amores pierde en el último minuto, por culpa del árbitro. (Digresión: el fútbol checo es tan modesto que los árbitros van vestidos como vienen de sus casas: a veces un lineman va de amarillo, el otro de negro. Fin de la digresión.) Anoche vimos una especie de clásico nacional: el Bohemians Praga versus el Sigma Olomouc. Iveta chilló, saltó, se desnudó, me besó, dijo obscenidades en checo, rompió un vaso. El partido, por supuesto, acabó cero a cero.
Pero yo la perdono. Le perdono todo por sus ojazos de posguerra. Los ojos de Iveta Šeredovà, pienso yo, han visto cosas que nadie se puede imaginar. Bombardeos nocturnos, gritos en la noche, la ciudad en ruinas, los hermanitos desperdigados, el padre y la madre muertos o quién sabe dónde. No sé si será exactamente así: ella es muy discreta con su pasado. Cuando llora, por las noches, es porque supone que yo ya me he dormido, y de todas maneras se tapa la boca con la almohada. También llora en el baño, cuando hace pis, y besa una foto de su madre. A veces la espío.
Yo no sé qué barbaridades habrá visto Iveta antes de convertirse en una inmigrante bonita del Este, no sé de qué estruendos habrá despertado una noche en Praga, pero le dura todavía en los ojos el destello de la muerte. Las huérfanas tienen los ojos más sexys que las que todavía conservan padre y madre y hermanos. Las chicas que lo perdieron todo, de la noche a la mañana, tienen la mirada llena de asombro, un asombro que no es solamente miedo; los ojos llenos de luz y negrura.
Aunque no me cuente nada, aunque haga silencioso duelo, yo me imagino que ha caminado, o ha hecho autostop, por toda Europa. También me imagino que alguien, uno o más de uno, tiene que haberla violado entre Praga y Barcelona. Demasiado indefensa y bonita, y callada y rubia, y sobre todo demasiado veraniega, con sus harapos, para haber llegado sana y salva desde aquella guerra hasta esta paz. Desde sus bombas racimo hasta mi cama.
Lo único que conservó de su viaje, además de su ropa interior y sus anillos, fue esta revista, la TV Mánie, con la foto enorme de una Sally Fieldovà joven, casera y sonriente. Iveta se parece un poco a la actriz, aunque es más joven y no tiene gafitas de intelectual frígida. Iveta tiene la guerra en los ojos, viene de la guerra, del epicentro de las consonantes acentuadas, del dolor del Este.
Ella nunca me ha dicho nada sobre todo aquello, Iveta calla sus anécdotas atroces, supongo que querrá olvidarlas, pero no puede disimular los ojos cuando está en mi casa, cuando está en mi cama o en mi cocina. Tiene una mirada que parece un previously on de serie yanqui. Cuando te mira, sale una voz en off que dice:
—Anteriormente, en la vida de esta chica… —y funde a negro.
¿Cómo no la voy a perdonar, cómo no voy a darle todos los gustos, si tiene unos flashbacks increíbles?