Insistí en ir a vivir con él. Y un día don Marcos me llamó por teléfono, me dijo:
—Hernán, vas a venir a esta casa, pero con mis reglas. No quiero enfermarme, por tu culpa, más de lo que ya estoy.
Para mí empezaban doce meses alucinantes, tras los que acabaría convertido —ya sin vueltas— en un escritor. Para don Marcos empezaba el último gran disgusto de su vida.
Cuando llegué, me puso unas reglas muy crueles. Yo tenía que escribir seis horas al día; tenía que fumar solamente en el patio y darle dos vueltas al hipódromo todas las mañanas.
—Pero yo vine a Buenos Aires a buscar trabajo, abuelo. —Tu trabajo es escribir, adelgazar y dejar el vicio —me decía—. Pero, sobre todo, escribir. Si hacés esas tres cosas bien, plata no te va a faltar.
Yo sufrí una bocha ese año. Para mí, escribir era una fiesta a la que podía entrar cuando se me antojaba. Escribir no era un trabajo para mí; era mi mejor excusa para ser un vago.
Don Marcos me puso una máquina de escribir en el galpón de las herramientas y me dejaba dormir en la cocina de su casa. Durante el día él contaba cuántas veces yo dejaba de teclear para fumar. A la noche, cerraba con candado para que yo no pudiera escaparme de la casa.
Pero yo no escribía. Tecleaba en la máquina palabras sueltas y después dejaba mis cuentos viejos a la vista, como si fueran nuevos. Él nunca descubrió que yo no escribía, pero descubrió algo peor: leyó los cuentos viejos (mis cuentos viejos) y supo que yo era un escritor mediocre. Cada noche, mientras yo dormía, él revisaba la carpeta de mis cuentos y me los destrozaba. Usaba un lápiz rojo, y escribía: «inmoral», «asqueroso», «innecesario». Algunas veces, muy pocas, alguna palabra de aliento: «Esta frase no está mal». Pero era una, una sola palmadita entre quinientos coscorrones.
Yo odiaba esas críticas. Lo que más me molestaba era que, por primera vez, alguien me estaba discutiendo el oficio. Y lo más alucinante es que, en vez de rebelarme, me puse a escribir cuentos nuevos. Con bronca. Mucho más inmorales que los anteriores, pero esta vez yo no escribía para alardear de ser escritor, escribía para responderle a mi abuelo. Y él a la noche los leía y los subrayaba: «innecesario», «asqueroso», «pornográfico».
Nunca le gustó ninguno de mis cuentos, pero a los seis meses yo escribía desde que salía el sol y hasta las seis de la tarde, que me iba a trotar al hipódromo. Fue un año larguísimo, del que seguramente todavía me quedan traumas. En ese año escribí una novela, doce cuentos y perdí diez kilos.
Una tarde fui a comprar cigarros y, cuando volví, mi abuelo me esperaba en el patio. Estaba muy preocupado de que no se lo notara ansioso. Y me preguntó:
—¿Vos mandaste un cuento a un concurso en Francia? Estaba con el inalámbrico en la mano. Yo dije que sí, con el corazón en la boca. Y él dijo:
—¿Qué cuento mandaste?
Y yo le contesté:
—El de la hermana que le hace la paja al hermano. El que rompiste la semana pasada.
Entonces mi abuelo señaló el teléfono y dijo:
—Te llamaron. Que ganaste no sé qué en Francia, no se entendía. Y se fue a dormir la siesta, enojadísimo.
Y era verdad, me habían dado el premio Juan Rulfo, en Francia. Era mucha plata. Con esa plata pagué el depósito para mi casa en Belgrano y me fui a vivir solo. Me compré un colchón y mi primer celular, que pesaba como dos kilos. A ese celular llamó mi mamá, Chichita, para avisarme que mi abuelo se había muerto.
Ahora pasaron una bocha de años de todo eso, ahora me levanto temprano, ahora no fumo, ahora a la mañana hago cinta, ahora respiro el aire, y ahora, que no tengo vicios, cada tanto me acuerdo de él, de mi abuelo.
Absolutamente todos los consejos literarios que me dio fueron espantosos. Mi abuelo no sabía un carajo de literatura. Pero aprendí una cosa el año que estuve con él. Aprendí que cuando un enemigo te dice «Esta frase no está mal» es mil veces mejor que cuando un amigo te dice «Genial, como siempre».