Los que decimos la verdad
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Que te recontra reloj

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Luz tiene treinta y cinco años y sus relaciones con los hombres nunca terminaban bien. Hasta que me conoció. Pero no nos adelantemos.

Luz tuvo varias relaciones duraderas, en las que dio todo lo que se puede dar en el amor, pero nunca fue correspondida. Por eso sufrió mucho. Sobre todo su última relación larga. Después de eso Luz decidió no tirarse más de cabeza al amor. Y empezó a probar relaciones temporales.

Y ahí fue donde Luz empezó a notar que no había muchísimos tipos de hombres, sino como mucho cuatro, y todos estaban encerrados en pequeñas celdas de narcisismo o de culpa, o de excusas, sin darse cuenta. 

Por ejemplo, Luz descubrió que ningún hombre podía decir la verdad, ni siquiera en situaciones simples. Una vez había leído una frase rara, de un poeta francés del siglo 19. La frase decía: «El hombre verdaderamente libre es el que puede rechazar una invitación a cenar sin poner ninguna excusa».

Y ella, al principio en broma, empezó a poner a prueba todas sus parejas. Y así descubrió que había cuatro clases de hombre:

Primero estaba El intelectual. El que cree que todo lo que dice es brillante. El que descubrió el feminismo antes que las feministas y puede explicarte a Simone de Beauvoir de memoria. A ese, si lo invitás a cenar y no quiere ir, se excusa diciendo que tiene un libro a punto de terminar de leer y que quiere despacharlo esa misma noche.

Después está El Romántico en Serie. El que se enamora cada tres semanas. Y tiene playlists con canciones melancólicas y cree que llorar con películas lo convierte en un ser profundo. A este le gusta el drama, pero solamente si lo protagoniza él. Si lo invitás a cenar y no quiere ir, va de todas formas, no puede evitar lo romántico, pero antes de los postres se duerme.

La tercera categoría es El Adolescente Eterno. Tiene treinta y cinco (o más), pero vive como si tuviera diecisiete. Le debe plata al padre, a veces tiene el colchón en el piso y cree que “las etiquetas arruinan las relaciones». Si lo invitás a cenar y no quiere, te puede armar una excusa kilométrica, pero jamás te dirá que va a quedarse en su casa apostando online.

Y finalmente Luz categorizó al Budista Manipulador. Es el que hace yoga, el que suele decir “yo ya trascendí el apego”, pero si un día querés salir con tus amigos de la secundaria te clava un mensaje pasivo-agresivo de doce párrafos sobre tu “energía caótica”. Cree que te ayuda a evolucionar gritándote con calma. Y si lo invitás a cenar y no quiere, te convence de que «la que en realidad no quiere ir a cenar» sos vos.

Luz estaba segura de que no había más hombres que esos en el mundo. Claro, todas sus relaciones habían ocurrido entre Villa Crespo, Chacarita y Vicente López. Y ella confundía «el mundo» con lo nosotros los del interior llamamos » lopalermitano», pero ella igual se sorprendió cuando aparecí en su vida.

Me presento, ahora sí. Mi nombre es Martín, aunque a veces digo que me llamo Juan y otras veces Alejandro. Depende de la mujer a la que conozca. A algunas les gustan los nombres largos o sutilmente extranjeros. Yo no tengo eso que la gente llama «afectos»; es decir, no me encariño demasiado tiempo con nadie. Eso sí, me gusta muchísimo el momento de la seducción y el primer mes y medio. Hay algo en la mirada de ellas cuando creen que me descubren, eso me apasiona. Son tan tiernas, están tan llenas de esperanza. A algunas les digo que mi madre me pegaba. A otras, que mi hermano menor murió en una avalancha. Todas quieren escuchar mi trauma y curarme. 

Hay solamente una clase de mujer en el mundo: la que te quiere salvar. O redimir, o cambiar, o curar… es lo mismo. La fantasía de cualquier mujer es aparecer en mitad de tu cuaderno, trazar la línea y que lo que empiece después ya sea con su letra. La letra de ella. Que vos seas el personaje de su novela.

¡Ah! A Luz, cuando la conocí, la escaneé inmediatamente. Era de esas que cree que solamente hay cuatro clases de hombres. O cuatro clases de comidas. O cuatro clases de trabajos. Tenía ese academicismo de TikTok que me fascina. Era de esas que creía en las etiquetas superficiales.

Pero no. No hay únicamente cuatro clases de hombres. Ni de mujeres. Ni de parejas. Ni de relaciones. Solamente hay dos. Están las personas que mienten y se excusan, para mantener las formas, o para no sufrir; y después estamos nosotros. 

Nosotros: los que decimos la verdad. Los que no le ponemos contraseña a los dispositivos, los que estamos con muchas parejas al mismo tiempo sin que nos importe, los que adoramos ciertas ventajas de la monogamia (por ejemplo: la clandestinidad que ofrece). No somos ni swingers y poliamorosos, porque ¿qué gracia tendría que todo sea posible sin poner nada en riesgo. Nosotros somos los que no mentimos. 

Cuando conocí a Luz pasamos una noche genial. Muy buena química. Después desayunamos y yo me fui. No volví a llamarla, porque sabía que ella lo iba a hacer. Esperé, sin ansiedad. Me llamó dos días después. Me mandó un mensaje, tratando de disimular su desesperación. Me dijo: «Querés que esta noche vayamos a cenar?».

Mi respuesta fue simple: «No». —le dije. Eso seguramente la enamoró, porque estaba harta de los hombres que ponían muchas excusas, le dije que no y después de eso pasamos un año y medio hermoso en donde creyó que yo era el mejor novio del mundo, hasta que descubrió mi computadora sin contraseña, pobre.

Pero a esa primera pregunta de nuestra relación, («Querés que esta noche vayamos a cenar?») le dije: «No».

Si excusas. Sin culpa. Porque soy, ante todo, verdaderamente libre.

Hernán Casciari

HERNÁN
CASCIARI