Por eso, a Nina, a mi hija, desde que nació yo traté de hacerla argentina, aunque viviera en España. Ponía los relojes de la casa cinco horas atrasados, la obligaba a ver a Racing a las dos de la mañana, le ponía Charly García desde chiquita.
Y los veinticinco de mayo, por ejemplo, no la dejaba ir a la escuela. Porque en mi cabeza era feriado. Ella se quejaba, porque en Barcelona en mayo hay exámenes finales. Pero yo no la dejaba ir. La despertaba tarde, a propósito, y le decía:
Hija mía, si vos fueras argentina, hoy no tendrías que ir al colegio, pero el resto de los días de tu vida tendrías que levantarte a las siete, que en invierno en Argentina es todavía noche cerrada.
Tendrías que ir a la escuela a veces con cero grados, pisando la escarcha del pasto, y la señorita te haría formar en el patio junto a otros nenitos en estado de coma y todos cantarían «Alta en el cielo, un águila guerrera», y sentirías el frío de mayo congelándote el purpurado cuello, y así durante los primeros doce inviernos de tu vida, hija, hasta que te entre en el pecho la argentinidad o la pulmonía, lo que te llegue primero.
Porque ser argentino, hija mía, es sentarse en un pupitre y aprender a decir yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos durante doce años, y después salir a la calle y no decir ni tú ni vosotros en la puta vida de Dios.
Ser argentina, hija, es tomar mate los primeros cuarenta años de tu vida sin saber por qué, y tomar antiácidos los segundos cuarenta años sin saber por qué. Ser argentino, hija, es no encontrar relación entre la mateína y la acidez.
Todo eso le decía yo a mi hija española por la mañana. Y a la tarde, durante la merienda de los veinticinco de mayo, otra vez me acercaba y le decía:
¿Qué estás comiendo, hija mía? ¿Por qué no le estás poniendo dulce de leche a esa banana, a ese pan con manteca, a ese pedazo de queso, a esa tarta de coco, a ese flancito? ¿Por qué no le estás poniendo dulce de leche a todo, hija mía? ¿Me querés matar de un disgusto?
Ser argentina, hija, es ponerle dulce de leche a lo frío, es ponerle queso rallado a lo caliente, es ponerle limón a lo frito, y ponerle cara de asco a lo hervido. Eso es ser argentino, hija.
Y por las noches, cuando escuchábamos canciones infantiles antes de dormir, ella siempre me preguntaba: «Papá, ¿por qué otra vez me pones Manuelita, la tortuga?, ya tengo como mil años». Que era su manera de preguntarme: «Papá, ¿por qué soy argentina?». Y entonces yo, con todo el cariño del mundo, se lo explicaba:
Vos creés que sos grande, hija, pero no sos grande. De todos modos, un día sí vas a ser grande. Un día, vas a tener veinte años, por ejemplo, y vas a descubrir las otras canciones de María Elena Walsh.
No quiero decir que te vas a olvidar de «Manuelita», ni del «Twist del Mono Liso», ni de «La reina Batata»; eso es imposible, las vas a tener atornilladas a la cabeza siempre, te van a hacer feliz toda la vida, quieras o no quieras, porque eso es ser argentina…
Pero más adelante, hija, vas a estar en edad de conocer las otras canciones. Cuando seas grande, esa mujer, María Elena Walsh, va a dejar de ser en tu cabeza la que cantaba versos para chicos y va a empezar a ser otra cosa, como un Pepe Grillo, como una conciencia entre vos y yo.
Mirá. Yo te voy a dejar un listado de canciones para que lo encuentres cuando tengas veinticinco, treinta años. Y vas a empezar por una canción que se llama «Serenata para la tierra de uno». Es una canción muy triste y muy hermosa.
Escuchála cuando crezcas, pero escuchála. Y si cuando vos seas grande la letra de esa canción te hace llorar justo en el verso que dice: «porque el idioma de infancia es un secreto entre los dos», si justo empezás a llorar en esa parte, y descubrís que ese verso habla de vos y de mí, habla de un padre y una hija, entonces sí, ese día vas a ser del todo argentina y para siempre, aunque hayas nacido en otra parte.