El dos de junio del año 2005, en Estados Unidos, asesinaron por primera vez a un blogger. Como en esos tiempos los blogs todavía estaban de moda (ni Twitter ni Facebook habían aparecido) entonces la noticia apareció en la prensa. El muerto se llamaba Simon, y la policía pudo dar con el criminal porque el occiso, antes de morir, nombra a su verdugo en su último post: “El ex novio de mi hermana está aquí, fumando y recorriendo toda la casa; suerte que se irá pronto”, escribía ingenuamente el blogger. Por lo visto tuvo tiempo de darle al botón enviar antes de que su cuñado le partiera la cabeza con un picahielo.
El asesino se llama Jin, y también mató a la hermana del blogger. Los mató a los dos y se fue lo más tranquilo a su casa, a mirar la semifinal de la NBA. Creía no haber dejado huellas, creía haber quitado, limpiado y borrado todos los rastros en la escena del crimen, pero algo se le escapaba: no sabía que Simon lo había mencionado en su blog, a las 5:05 pm, mientras él fumaba y recorría la casa, media hora antes de matar. El asesino no sabía que había quedado una huella delatora, en forma de venganza o boomerang, en el texto póstumo de su víctima. El blog de Simon es una bitácora personal como las hay a millones. Simon tenía diecinueve años, era hijo de un padre chino y una madre americana, le gustaba la computación, el tenis y el estudio de los idiomas. Escribía casi todos los días en su blog; los textos eran cortos y lo leían unos pocos amigos. Su penúltimo post tuvo diez comentarios. El último, en cambio, el famoso post-mortem, está a punto de alcanzar los tres mil mensajes de lectores. La gente ha leído la noticia en la prensa y ha ido a escribirle cosas al muerto. Su bitácora se ha convertido en un velatorio permanente, en un altar con flores y velas encendidas, como los que se ponen en las carreteras, justo en el sitio del choque frontal.
Cuando se muere un blogger, se muere también la contraseña de su blog, es decir: muere la posibilidad de modificar el texto, y entonces ese espacio en internet deja de pertenecerle a un vivo, para comenzar a ser patrimonio de un fantasma. Todavía no sabemos si en el más allá (en el cielo, en el infierno) hay cibercafés, no sabemos si la muerte es compatible con WordPress, ni si al convertirnos en espíritus errantes tendremos tiempo de seguir escribiendo nuestra rutina diaria. No lo sabemos porque hasta hace unos días no había bloggers muertos. Pero ahora ya hay uno y puede que, alguna vez, Simon escriba un nuevo texto, porque él sí se sabe la contraseña de su blog. Yo mismo, por precaución, guardé su dirección en los favoritos y cada tanto vuelvo a la bitácora de Simon, para ver si su fantasma nos quiere decir algo.
Todo esto me ha llevado a pensar que un día, dentro de unos treinta o cuarenta años, internet estará lleno de blogs a los que se les habrá muerto el dueño. Bitácoras a la deriva del tiempo, textos inconclusos que acabarán diciendo “mañana les cuento algo que me ha causado mucha gracia”. Y después nada. Después un silencio eterno. Los lectores no sabrán nunca que el blogger ha muerto. Los lectores pensarán que se ha cansado, o que le han cortado la banda ancha, o que ya no quiere escribir. La muerte rondará en silencio, congelando las historias cotidianas, cortando la continuidad de la página de inicio, confundiendo al caché de Google.
Y si seguimos fantaseando con el paso del tiempo, notaremos enseguida otras novedades a las que no prestamos atención, pero que en el futuro serán moneda corriente. Por ejemplo, que los blogs de nuestros hijos tendrán un enlace a nuestra bitácora, una vez que ya no estemos en este mundo. Y también los blogs de nuestros nietos tendrán, en el menú de la derecha, un apartado en el que dirá: “Ir al blog del abuelo”.
El tiempo pasa volando. En aquellos días de 2005 los blogs todavía eran una especie de revolución. La prensa los adoraba, les inventaba virtudes. Como por ejemplo la virtud de resolver un crimen. Hoy ya no ocurre esto. Si por ejemplo mañana asesinaran a un blogger, la prensa no se haría eco del asunto. Porque los blogs han dejado de estar de moda. Hoy habría que dejarse asesinar en Facebook, o en Twitter, para que apareciera el suceso en los periódicos del mundo.
Y no está mal, porque la palabra blogger es muy fea. Y también la españolización de ese término: bloguero. Las dos palabras son horribles, pero en castellano suena todavía peor. “Blogger” por lo menos tiene doble consonante, y eso le da un cierto lejano (y falso) prestigio. Pero “bloguero”, en español, se parece a un insulto tropical. No me cuesta sospechar a una madre cubana, o dominicana, diciéndole así al vago de su hijo:
—¡Pero no sea usted bloguero, hijo mío, levántese y vaya a trabajar!
La sensación que da la palabra bloguero, y también blogger, es la de una persona que no ha encontrado todavía qué tiene para decir en internet. Es una palabra hueca, vacía de oficio. Una palabra desapasionada y triste.
Hace ya bastante tiempo creí descubrir que la primera gran división entre los usuarios que utilizaban la herramienta blog era la siguiente: por un lado, había personas que utilizaban la herramienta llamada blog por una razón puntual (la necesidad es anterior a la emergencia); y por el otro lado, había personas que poseían un blog pero todavía no sabían para qué lo necesitaban (la emergencia, anterior a la necesidad).
En el primer grupo —el minoritario— siempre fue un error conceptual llamar a estos usuarios “bloggers”. Se llaman, cada uno, del modo que se llamaban antes de utilizar un blog: poetas, informáticos, estudiantes, periodistas, estudiantes de periodismo, fotógrafos, retocadores de fotografías, columnistas, monologuistas, narradores, arquitectos, novelistas, humoristas gráficos, etcétera.
En el segundo grupo —que hasta ayer era el mayoritario— sí hacía falta una definición. Y entonces “blogueros”, o “bloggers”, pudo ser una de ellas. Se trataba de personas que utilizan las herramientas porque existen las herramientas. Ya después verían qué hacer con ellas. Como ocurre ahora con otras modas. Por eso suelo decir que nadie es un bloguero. La mayoría de la gente que utiliza internet para comunicarse sí tiene algo para decir, algo para ofrecer, algo interesante para aportar. La mayoría genera contenidos y les gusta hacer lo que hacen. Y me imagino que así lo venimos haciendo —todos— desde mucho antes de la aparición de internet.
A mí me pasa un poco lo mismo: soy escritor desde los nueve años, porque esa fue la edad con que escribí mi primer cuento a máquina y alguien lo leyó. Y soy periodista desde los trece, porque a esa edad me publicaron una crónica de mil quinientos caracteres —sobre básquet— en el diario de mi pueblo bonaerense, Mercedes.
Desde que tengo memoria, cuando me preguntaban cuál era mi oficio yo decía escritor, o decía periodista. Así lo dije a los quince años, a los diecisiete, a los veintitrés y a los treinta; siempre con la misma seguridad, con la convicción de no estar mintiendo.
Desde hace un cuarto de siglo vengo utilizando (para escribir mis cuentos y mis crónicas) las diversas herramientas de escritura que me proponen los tiempos: lápiz, cuaderno; tiza, pizarrón; bolígrafo, carpeta; máquina de escribir, folio A4; máquina de escribir eléctrica, folio carta; ordenador 286, wordperfect 5.0, formulario contínuo, impresora de chorro. Etcétera. Nunca, en todo ese tiempo, a nadie se le ocurrió bautizarme cuadernero, ni pizarronero, ni carpetero, ni olivetero, ni wordperfectero, ni impresor de chorretero.
El siglo veinte era maravilloso: no importaba dónde escribieras, ni en qué soporte; siempre serías un escritor.
Pero a finales del año 2003, intentando mantener mi equilibrio cotidiano con el progreso, empecé a escribir una novela online, y en lugar de utilizar un cuaderno, o una pizarra, o un bolígrafo, o una olivetti, utilicé un blog.
Desde ese día suena el teléfono en casa y la gente pide hablar con un bloguero. Desde entonces sale mi nombre en la prensa precedido por la palabra blogger. Y me hacen preguntas sobre blogs, y no sobre lo que escribo. Y me pagan para que componga blogs, sin importar lo que en ellos redacte. Y me invitan a dar charlas sobre blogs, con todo pagado, y me alojan en hoteles fantásticos, y me dan de comer.
Es decir, una vida de mierda.
Años enteros estuve quemándome las pestañas para ser un escritor, o por lo menos un cronista de mi tiempo, un observador de la realidad que redacta cuentos en la bohemia de la noche; y a la mitad de ese camino maravilloso viene alguien y me pone en el lomo una etiqueta absurda que, hace ya varios años, estoy intentando despegarme de la espalda.
Bloguero.
Y las preguntas ya no son “cuál será tu próxima novela”, o “qué nuevo cuento está usted pensando ahora señor Casciari”. No señor. Las preguntas son: “¿Es tuyo el blog del perro que habla?” o también: “¿Tienes pensado abrir otro blog?”.
Durante los primeros dos años, como un estúpido, contesté estas preguntas porque suponía que se trataba de una cuestión pasajera. Pero al tercer año, en el 2006, me cansé de recibir siempre los mismos cuestionarios de la prensa, y de contestar idénticas preguntas en las radios.
Una semana de aquellas épocas espantosas, una periodista (de revista argentina cuyo nombre no develaré) me pidió un reportaje. Le dije que bueno. En esos tiempos yo había ganado un premio al mejor blog del mundo, en Alemania, y me costaba horrores responder mil veces lo mismo a la prensa, y eran atípicas las preguntas originales. Uno siempre espera algo de piedad; pocas veces te dan el gusto. Esta vez tampoco hubo suerte. La primera inquietud del cuestionario era la de siempre: ¿Cómo descubriste el mundo de los blogs? La tercera era peor: ¿Cuándo sentiste que eras un blogger? Pero lo más triste, ay, aún estaba por llegar.
La primera tentación, cuando te llega un cuestionario insulso, lleno de preguntas tópicas, es indagar en los archivos del correo electrónico, buscar un antiguo cuestionario idéntico y hacer copy-paste con respuestas similares. ¿Total, a quién le importa? Ni estás mintiendo, ni es ilegal, ni es plagio. Incluso, de esa forma, te cubres de no decir dos cosas diferentes ante el mismo requerimiento. Pero yo tengo una especie de lema, una alerta en el cerebro que me guía en mis acciones cotidianas y que dice así: “Nunca hagas lo que haría un abogado”.
Y estoy seguro que un abogado, ante el dilema de tener que responder lo mismo dos veces, haría copy-paste. Es más: ellos lo llaman crear precedente, lo hacen todo el tiempo, alardean de ello y les parece de lo más normal.
Entonces decidí tomarme un rato libre, relajarme, y no contestar lo de siempre. Otra vez, como un pánfilo, tomé la decisión de responder cosas nuevas a las mismas preguntas. Hay gente que a eso le llama mentir (por ejemplo, los abogados), pero yo creo que tiene que ver con equilibrar el mundo.
A estas alturas está clarísimo que el mundo es una mierda, y que no es posible hacer nada heroico para salvarlo al completo. Lo único que podemos hacer, con suerte y paciencia, es no convertir nuestra vida en algo mediocre. Nuestra pequeña parcela, nuestros pocos años. ¿Qué sentido tiene nivelar para abajo? ¿Vamos a responder como autómatas solo porque las preguntas las hace un autómata? No. Porque es lo que haría un abogado. Estas eran las preguntas:
1) ¿Cómo descubriste el mundo de los blogs?
2) ¿Cómo te metiste en el mundo de los blogs?
3) ¿Cuándo sentiste que eras un blogger?
4) ¿Qué te inspiró a conjugar literatura y blog?
5) ¿Por qué y cuándo te fuiste de la Argentina?
6) ¿Cómo te influyó eso para llegar a tu hoy?
7) ¿Cómo fue meterte en un campo sin mucha historia?
8) ¿Con qué obstáculos te encontraste?
9) ¿Cómo lo superaste?
10) ¿Cuál fue la mayor sorpresa?
11) ¿Considerás solitario tu trabajo?
12) ¿Qué le dirías un chico que quiere crear un blog?
El periodismo es un oficio de lo más bonito, y la entrevista es un arte menor que, en ocasiones, adquiere alma. Para que este arte funcione hay que ponerle voluntad. Pero se trata de una música que se toca a cuatro manos, y tiene que haber voluntad de los dos lados del mostrador. Cada cual tiene que hacer lo que sabe, o lo que debe. Y el copy-paste no es una opción. La mediocridad no es una opción, ni siquiera una excusa para no seguir intentando equilibrar este arte menor, primo hermano del oficio de escribir.
Con esta premisa, una noche ya lejana de 2006 me senté a contestar cosas nuevas. Como siempre, lo que hice fue ponerme a jugar y a decir lo primero que me apareciera por la cabeza (no hay otra forma de responder cuestionarios pavos, ni de salvarse de una noche aburrida). Y a eso de las seis de la mañana, cansado pero contento, le envié el mail con las respuestas a la periodista.
¿Cómo descubriste el mundo de los blogs?
Una mañana calurosa de 2003 me levanté de la cama y le dije a mi mujer: “Salgo”. “¿A dónde vas?”, me preguntó. “A descubrir el mundo de los blogs”. Y ella me dijo, me acuerdo patente: “Cuando vuelvas traé desengrasante”.
¿Cómo te metiste en el mundo de los blogs?
Fue muy complicado meterme, porque soy un poco gordo y en general los blogs son para gente fashion, de contextura media. Pero le hice unos cortes por el costado, a la altura de la sisa, y me metí igual. Ahora no me lo puedo sacar: parezco un teletubi.
¿Cuándo sentiste que eras un blogger?
Siempre, desde chico, quise tener una profesión que repitiera consonante. Pero me decían: “De eso no hay; tenemos carpinteros, soldadores, poetas, pero de doble consonante nada”. Yo nunca me rendí. Con la llegada del siglo veintiuno, aparecieron dos: stripper y blogger. Y como soy tímido, elegí esta porque podés dejarte puesto los calzoncillos.
¿Qué te inspiró a conjugar literatura y blog?
Para hacer un blog hay que mezclarlo con algo, sí o sí. Porque un blog, en sí mismo, es insípido, incoloro e inodoro. Hay gente que lo mezcla con la fotografía y sale un fotoblog; otros lo fusionan con la imagen, y sale un videoblog; otros lo juntan con el oído, la nariz y la laringe, y sale un otorrinonaringoloblog (estos están muy de moda ahora en Estados Unidos y Ucrania). Yo decidí mezclarlo con mentiras, y me salió un blog de cuentos.
¿Por qué y cuándo te fuiste de la Argentina?
Hay dos versiones. Yo digo que porque me enamoré de una chica que vivía en otro país y en el año 2000 me fui a ese otro país para estar con ella. Pero la chica dice que no me conoce y dos por tres llama a la policía diciendo que me meto en su casa por la ventana de atrás. Actualmente tengo una orden de alejamiento de la Guardia Civil, pero sigo manteniendo mi versión.
¿Cómo te influyó eso para llegar a tu hoy?
Vivir en el extranjero te sirve para muchas cosas, por ejemplo para quejarte y para exagerar. Yo me quejo mucho de todo lo malo del extranjero, y exagero mucho todo lo bueno de la Argentina. Un día me equivoqué e hice lo contrario, y me convertí en un rumano que toca el acordeón en el subte.
¿Cómo fue meterte en un campo sin mucha historia e ir descubriéndolo a medida que lo transitabas?
La vida es un campo sin historia que vas descubriendo a medida que lo transitás. También lo es el amor a primera vista, la escuela primaria, la primera operación de amígdalas, el primer beso, los primeros tocamientos adolescentes abajo de la cobija, y el primer ataque cardíaco. La muerte, sin ir más lejos, es también un campo sin historia. Al lado de todo eso, el “campo blog” me chupa un huevo.
¿Cuál fue el mayor obstáculo con el que te encontraste?
Una vez viajaba en el auto y justo había un puente para cruzar. Delante de mí había un camión seis centímetros más alto que el puente, por lo que se generó un atasco. El camión no podía ir hacia atrás, ni tampoco hacia delante. No sabíamos qué hacer. Llegaron la policía y los bomberos, pero nadie descubría el modo de solucionar el problema. Ése fue el obstáculo más grande que recuerdo.
¿Cómo lo superaste?
Llevábamos horas sin dar con la solución, hasta que un niño de seis años que pescaba bajo el puente, dijo: “¿Y por qué no le desinflan las ruedas al camión para que no sea tan alto y pueda pasar por debajo?”. Le hicieron caso al niño y santo remedio. La policía, los bomberos y todos los adultos nos sentimos bastante pavotes.
¿Cuál fue la mayor sorpresa?
La mayor sorpresa ocurrió más tarde, cuando el niño pescador, de repente, se quitó una máscara de látex y descubrimos azorados que era un extraterrestre verde, horrible, que salió volando en medio de sonidos guturales. Lo perdimos de vista tras un cerro.
¿Considerás solitario tu trabajo?
Mi trabajo es, casi todo el tiempo, el de hacer reír. En los blogs, con los guiones de la tele, en los libros que escribo, y con las cosas que le cuento a mi hija para hacerla dormir. No me parece un trabajo solitario porque estoy rodeado de personajes que tengo que componer, y son todos un poco estúpidos. Y a mí la estupidez me causa gracia y me acompaña.
¿Qué le dirías a un chico que quiere crear un blog?
Antes que nada, le preguntaría al chico que está buscando: si la fama, si una profesión, si un pasatiempo, si dinero fácil, o acostarse con lectoras, o una vocación, o canalizar obsesiones, o sacarle el jugo a la compu que se acaba de comprar, o alardear de blog en el recreo, o qué. ¿Qué quieres, chico? ¡Habla! ¿A qué has venido a mi casa? ¿Por qué me has elegido a mí para hacer esta pregunta, maldito imbécil de corta edad? Una vez dicho esto (a los gritos, desde la puerta), el chico tiene dos opciones: salir disparando del susto, o quedarse y esperar una respuesta. Si se queda, lo obligaría a limpiar mi Peugeot con dos franelas, en círculos concéntricos, para que practique la coordinación de las manos y un día se convierta en un excelente karateka. Si en cambio se va asustado, yo miro cámara y digo: “He allí, doblando esa esquina, un cobarde que no se atreve a tener un blog”.
Dos días más tarde la periodista rechazó la entrevista con este mensaje:
Hernán,
Necesito algo con una onda un poco más formal. ¿Se te ocurre cómo podemos hacer algo copado y publicable?
La prensa no quería de mí respuestas originales, sino frases corrientes que certificaran “la revolución de los blogs”.
Aquello ocurrió hace tiempo, cuando todavía en los periódicos a alguien le interesaba esta revolución. Cada vez a menos periódicos, es verdad, pero todavía quedaba alguno. Toda la catarata de medios que años atrás me insultaba por teléfono llamándome bloguero, de a poco empezaba a mermar.
En 2004 la prensa empezó a apostar por la tendencia, y la llamó justamente así: “La revolución de los blogs”. Pero en 2006 las cosas cambiaron un poco para bien, y entonces la palabra ya no era revolución, sino fenómeno. Se corrigió el primer error y se llamó a la cosa “El fenómeno de los blogs”. En ese año empecé a sentirme un poco mejor, porque entendí que el asunto había empezado, lentamente, a pasar de moda.
Muy pocos se dieron cuenta de la diferencia entre esas dos palabras. Pero yo lo noté enseguida, porque estaba esperando que ocurriese la debacle. Supe que era un muy buen síntoma que algo pasara de ser una “revolución” a ser un “fenómeno”. Era como si, de repente, el Che Guevara, a punto de libertar Cuba del yugo capitalista, decidiera unirse a un circo ambulante y disfrazarse de payaso.
Los blogueros ya no eran revolucionarios, sino fenómenos. Lo decía la prensa. Y entonces el blog, esa palabra tan espantosa, comenzaba felizmente a morir junto a su incesante ejército de blogueros.
Desde hace ya tiempo, toda la gente que se autodenominaba bloguero, o blogger (es decir, aquellos que no habían tenido la suerte de conseguir un oficio dentro de internet) se pasaron alegremente a las nuevas tendencias en boga.
Se produjo por fin esa desbandada. Gracias a dios, la gente que no tiene nada para decir ahora lo dice en Twitter y en Facebook. ¡Ah, qué tranquilidad, qué descanso! Ya no son blogueros, sino twitteros o algo parecido.
Gracias a dios y a la virgen santa, los medios de comunicación tradicionales empiezan a hablar ahora de “La revolución de las redes sociales” “el furor del 3.0” y ha dejado de preocuparse por los blogs, ha dejado de generar titulares, ha dejado de importarle el asunto, ese asunto que años antes era capaz de solucionar hasta los crímenes que ocurrían en California. Ahora, según la revista Wired, un pasquín ridículo pero muy prestigioso, los blogs son una moda del año 2004.
Me alegro muchísimo, de verdad.
De aquí a unos años quedarán en pie únicamente los blogs de las personas que tengan algo para decir; pero rebautizados como lo que al fin y al cabo son: páginas y sitios en internet. El blog perderá su nombre técnico, perderá su contrapeso revolucionario, será una costumbre natural para los que tengan cosas que decir, cosas que hacer, cosas que ofrecer en la red. Morirá el blog de muerte natural, y también la noción de que un blog es un género, porque esto le ha hecho mucho mal a la creación de contenidos.
Y un rato después, sin lastres, sin presiones, sin revoluciones tecnológicas, nos pondremos otra vez a trabajar, como siempre, en nuestras obsesiones primarias. A trabajar y a mejorar nuestros oficios de fotógrafos, divulgadores, profesores, escritores, periodistas, poetas, informáticos, arquitectos, estudiantes, humoristas, diseñadores, empresarios, monologuistas y comunicadores.
Apuesto a la muerte de la herramienta en manos de revolucionarios, y de fenómenos, y de la manipulación de los modernitos sin oficio conocido. Apuesto a la normalización y a la costumbre. Apuesto a que, una vez desaparecido el sambenito de la revolución, el formato surgirá con tanta fuerza que será invisible, útil y cotidiano.
Este libro narra algunas historias de esa época (la década que va desde el 2001 al 2010) en donde ocurría esta transición lenta y paulatina. En donde comenzaba a meterse en nuestras vidas un elemento nuevo y confuso, que nos convertiría en otros.
Antes del año 2000 no sospechábamos que un historial mal cerrado del ordenador podía ser causa de divorcio, por ejemplo. Ni que podríamos comprar una parcela en la Luna por veinte euros. Ni que la fama se mediría en millones de visitas a Youtube. Y ahora nos está ocurriendo. ¿Cuántas parejas, de más de ocho años de convivencia, son capaces de darle la contraseña de su cuenta de correo a su cónyuge? ¿Quién se queda con la custodia del Instagram del hijo después de una ruptura matrimonial? Estas historias digitales indagan en los viejos tópicos de la literatura (los celos, la traición, la lealtad, el desamor y la locura) pero con un nuevo protagonista que se mete en todo: la tecnología.