Sobre la serie de situaciones gratas me extenderé más y mejor en otros textos, pero tiene que ver con la llegada de Chiri y su familia a este pueblo de la montaña en donde vivimos. Han llegado para quedarse, y estuvimos buscando casa, y conversando mucho por las noches. Los doce mil kilómetros de distancia que nos separaron durante ocho años se han convertido en ciento ochenta metros.
La única cagada es que la casa que consiguieron es mejor que la nuestra. Por lo demás, todo está muy bien.
Tan pronto como Chiri llegó a este pueblo nos pusimos a escribir, como dos enloquecidos, una historia de diez episodios para la televisión de España, y una obra de teatro para la próxima temporada invernal de Argentina. Esa es la razón por la que no estoy escribiendo en Orsai con la frecuencia que quisiera.
O al menos ésa es la deducción evidente, la que tiene que ver con el tiempo (los días se empecinan en tener veinticuatro horas). Pero en los territorios menos palpables, los psicológicos, es posible que haya otros motivos que expliquen esta sequía, o bloqueo literario; un motivo más escondido y profundo que, si me permiten, quisiera abordar esta tarde, más no sea como motor de impulso.
Siempre busqué desarrollar —y varias veces lo confesé en entrevistas o sobremesas— una literatura intermedia, una forma de narración que pueda ser disfrutada por dos grupos muy claros de lectores que, para mayor desafío, no suelen leer las mismas cosas. Por un lado las personas que leen mucho, por el otro aquellos que leen poco, o nada.
Para enfocar con alguna certeza esos targets, usé siempre de comodín a dos personas de mi entorno: mi padre era uno de esos lectores; Chiri, sin dudas, el otro.
Hasta que Roberto murió, en julio de este año, traté siempre de que todo lo que contaba en un papel o una pantalla lo divirtiera o lo emocionara a él, en primera medida; a él, a mi padre, en representación física de todas las personas que nunca han leído un libro. Siempre fue vital para mí, desde que tengo uso de papel, que Roberto pudiera entender lo que yo escribía, que no se quedara afuera por pedanterías intelectuales, que no se sintiera descartado u olvidado.
Posiblemente mi único orgullo serio, la única cosa que yo hice en la vida con sentido antes de Nina, sea haber logrado que Roberto leyera dos libros enteros.
Al mismo tiempo enfocaba, al narrar, a mi amigo el Chiri: quería que él también se divirtiera, que no le diera nunca la impresión de que yo escribía únicamente para mi padre o para los que nunca leían; porque el Chiri es de mi edad, porque es del palo, y porque tenemos idéntica voracidad literaria; es decir, él es la clase de lector que yo sería de mis propios textos, si pudiera leerlos sin haberlos escrito antes.
Este equilibrio, que busqué siempre entre Roberto-lector y el Chiri-lector, me daba la opción de escribir con una soltura que no tuve nunca antes, en los tiempos que narraba sin identificar a nadie, cuando mis historias no iban dirigidas a comodín alguno. Cuando ni siquiera a mí me gustaba lo que estaba a punto de narrar.
El truco no es complicado y sí, en cambio, muy recomendable: enfocar a un par de personas muy cercanas y diferentes, sólo a dos que conozcamos como la palma de la mano, juntarlas en una mesa imaginaria, y después intentar cautivarlas con una anécdota menor, con un relato elaborado, con una novela, con un cuento corto, con lo que sea. Tratando, siempre, que ninguna de las dos pierda las ganas de seguir escuchando hasta el final. Si se logra con esas dos personas, al mismo tiempo, las cosas estarán bien.
Es un buen sistema, claro que sí, o por lo menos a mí me ha servido para narrar con soltura desde que vivo en España. De hecho, tanto Más respeto que soy tu madre como cada uno de los cuentos de Orsai están basados, desde el principio, en esa premisa secreta. Haber tenido a Roberto y al Chiri a doce mil kilómetros me ayudó siempre a hilvanar sin fisuras ese discurso literario intermedio.
Hace seis meses, sin embargo, descubrí que el sistema tiende a tambalearse cuando uno de tus comodines muere, de muerte natural; cuando ya no hay manera de contarle nada nunca. Esto no significa que yo ya no pueda escribir pensando en mi padre como lector. Significa que, fatalmente, ya no puedo saber si el texto ha funcionado para él. Y eso me ha dejado, si no ciego, un poco tuerto. (Los textos de Orsai posteriores a la muerte de Roberto, lo sé yo mejor que nadie, no guardan el equilibrio que me gustaría).
La ceguera completa llegó hace poco más de un mes, en avión, con toda su familia.
Tenerlo al Chiri a mano para contarle cosas ha generado que ya no tenga la necesidad de decirle nada a través del colador literario. O incluso mejor: preferimos contar cuentos a cuatro manos para la tele, o para donde sea, con tal de afilar otra vez la frecuencia antigua del arte en colaboración.
Estamos absorbidos y felices dentro de estas nuevas ficciones, pero ya no en una dirección enfrentada, ya no desde puntos diferentes del océano, sino desde la misma orilla y dirigiéndonos a otros. Y al mismo tiempo redescubrimos las bondades de vivir otra vez en el mismo barrio, y de cenar todos juntos en una casa o en la otra, y de mirar a la vez el fútbol, y de ver las mismas películas.
No es grave lo que le ocurre a Orsai, se trata de un problema menor, emparentado con las distancias: uno de los comodines que me impulsaba a narrar se ha ido muy lejos, y el otro vive ahora en la misma manzana. Y yo estaba acostumbrado a que los dos me leyeran desde el oeste de la provincia de Buenos Aires.
Es cuestión, nada más, de encontrar otros símbolos, nuevos pretextos, otras miradas imaginarias, y volver a tejer historias.
Será en breve, no tengo dudas. Y en esta misma sala.