El texto se titula “Kurepas chantas se burlan de paraguayita” (el vocablo kurepa, imagino, es un despectivo de argentino en el idioma guaraní) y lo transcribo completo porque no tiene desperdicio:
Una vez más la discriminación que sufren los paraguayos que viven en Argentina se ve reflejada hasta en una novela internáutica. La imagen de una mujer compatriota aparece en la página mujergorda.bitacoras.com, que es aipo blogonovela de más de 200 capítulos que se publica en internet desde septiembre de 2003.
La novela cuenta la historia de una familia argentina, Los Bertotti, en clave de humor. Dentro de la familia trabaja como mucama una paraguaya a quien le dan el apodo de “Negra Cabeza” (nunca aparece su nombre).
Los escritores kurepa re-argeles la definen como “una mujer de unos 45 años que tuvo una aventura amorosa con todos los miembros de la familia. Tiene los dientes amarillos, como casi todas las comunistas separadas. Es paraguaya, y trabaja de empleada. La odiamos un poco, hasta que limpia el baño y se nos pasa”.
La compatriota supuestamente está enamorada del arquero Justo Villar y los escritores kurepa, buena mandarina, escriben mal las palabras (porque) supuestamente así habla ella. El weblog está escrito por Hernán Casciari e ilustrado por Bernardo Erlich, los kurepa’i alhaja. La novela recorre el mundo.
Hi ‘ári, dibujan a nuestra compatriota en minifalda con un plumero y acariciada por los hombres. Hasta la cuestión de la triple frontera le tallan a la pobre “Negra Cabeza”.
Los chantitas creadores de la novela incluso publican en la página de internet una foto real ndaje de la paraguaya en que está inspirada el personaje. En la novela se compara avei a los paraguayos con los bolivianos, diciendo “con razón los paraguayos son tan secos… Se ve que cuando lloran se convierten en bolivianos. Por eso se aguantan”.
(Diario Popular, Asunción, pág. 31, 30/11/ 2005.)
Es importante recordar que el periódico donde ha aparecido este artículo está dirigido a un lector muy particular. Sólo basta con graficar que los dos titulares de portada de ese día fueron: “Le maté porque no me tocaba más en la cama” y “Murió un bebé con cara de rana” (no es chiste). Por supuesto, los editores de este diario ni siquiera sospechan que son ellos quienes, desde hace docenas de años, están ridiculizando a su pueblo con la publicación de esa prensa. Pero no quiero centrarme en ese asunto, sino en otro.
En realidad no tenía pensado referirme públicamente a esta anécdota personal, porque conozco de sobra que dar cabida a ciertas discusiones no tiene gollete: sólo sirve para enfadar todavía más al que ya está enfadado sin razón (dándole esta vez tenues razones, o lo que es peor: ofreciéndole un espacio para que arremeta) y, sobre todo, porque ya me he referido en esta página al tema del humor, los agravios regionales y lo que pienso al respecto.
¿Por qué recupero ahora este asunto de los paraguayos y su enfado, entonces? Sólo por asociación libre de ideas. Resulta que a principios de este mes ha surgido —por culpa de unas caricaturas de Mahoma aparecidas en la prensa europea, y por las que el mundo musulmán se ha sentido agredido— un debate más o menos universal sobre el humor y la ofensa; o quizás sobre la censura y el miedo; o incluso sobre la prudencia y la libertad de expresión.
El rocanrról que se ha generado en el mundo a causa de unos simplísimos dibujos parece desmedido, exagerado y, por alguna razón, ambiguo. Me he encontrado varias veces en la prensa, por primera vez en años, a un montón de intelectuales que no saben qué posición moral adoptar al respecto. Esto es bueno (ya era hora de que algunos opinadores dudaran sobre algo), pero para ellos es malo e incluso vergonzoso no saber qué decir.
El hombre progre occidental se encuentra, estos días, frente a un tire y afloje ético a causa de los famosos dibujitos de Mahoma. Por una parte, el hombre progre es gran defensor de la libertad de prensa, aunque la deteste; por otro lado, es muy cuidadoso de no parecer xenófobo, aunque lo sea. Y en esta situación, parece ser, estar a favor de lo primero implica no estarlo de lo segundo, y viceversa. ¿De qué lado debe ponerse el hombre progre para no dejar de ser progre? ¿A favor del derecho universal de expresarse, o a favor del derecho universal de no burlarse de otras culturas?
Lo que no he visto, sin embargo, es a intelectuales, opinadores y demás sabelotodos discurriendo sobre el miedo. Sobre el miedo liso y llano, humano, maricón e instintivo. El miedo paralizante, digo, que es mucho más poderoso que la libertad de expresión, y que la libertad a secas. El miedo, por ejemplo, a los que están locos y tienen revólveres o cuchillos en las manos.
Cuando, hace tres meses, comencé a recibir correos de paraguayos enojadísimos, amenazantes y dispuestos a golpearme si me veían, lo primero que hice (de hecho lo único que hice) fue quitar del pie de esta página mi dirección postal y el teléfono fijo de mi casa. Cuando uno es padre, la sola posibilidad de que una carambola estúpida del destino, por más inverosímil que sea, rasguñe a tus hijos, te convierte en cobarde para siempre. No quiero usar el eufemismo prudente; quiero ser sincero y llamarme cobarde, con todas las letras.
A escala, está pasando lo mismo con el Mahoma-gate. La semana pasada, en España, se esperaba con ansias la portada de la revista semanal de humor “El Jueves”. Todos querían saber si los editores tendrían o no los huevos de ponerlo a Mahoma en portada o si, en cambio, fruncirían el culo y darían la batalla de la libertad de expresión por perdida. La portada fue a mi juicio acertadísima por dos razones: hicieron lo correcto y no dejaron de ser graciosos, que finalmente es su objetivo.
Muchísimos lectores de esa revista, con esa chulería típica del que no se está jugando nada, quisieron entender en esa portada un renuncie ético, y no un maravilloso cuadro de creatividad. Cuando su editor, José Luis Martín, fue consultado al respecto por los medios, dijo lo que muchos intelectuales no supieron decir a tiempo, ni dirán nunca:
“Tener sólo en cuenta la reacción de los lectores es una cosa y otra muy diferente es hacer un dibujo que puede hacer que quemen una embajada de tu país.” Entrevista completa
No es la primera vez que un humorista, cuando tercia, prefiere decir la verdad en lugar de caer en el facilismo de la rebeldía intelectual, ésa de la que tienden a hablar, y mucho, los que prefieren ser héroes siempre, o cobardes toda la vida. (En general, los héroes perpetuos y los cobardes a tiempo completo jamás son personas inteligentes o sensatas: van a piñón fijo, sin sopesar los matices y las necesidades de cada circunstancia. Las religiones, llevadas al fanatismo, tienen este defecto; los que se suicidan por Alá son tan ciegos como los que luchan por la erradicación del preservativo. Y ambos grupos van disfrazados y creen demasiado en un dios.)
A mí, en lo personal, me da risa la defensa occidental de la libertad de expresión a rajatabla: esa heroicidad permanente. Me da risa porque el intelectual occidental sospecha que tal libertad existe, que goza de ella; tiene la seguridad de que todos la poseemos, de que es un bien a resguardar o conservar dentro de nuestras democracias. Y no. La libertad de expresión sólo existe en tanto lo expresado no ofenda a un idiota con pistola. Entonces, si la mitad del mundo es fanático (y lo es), la otra mitad no es libre un carajo.
Tiene razón el editor de “El Jueves”: un chiste, por magnífico que sea, por necesario que parezca, nunca vale más que la posibilidad de que alguien bombardée la embajada de tu país, o la de cualquier país. Por tanto no existe la libertad de expresión, ni en el humor ni en las ideas, porque el humor (y también las ideas) son metáforas que sólo comprenden quienes comparten un código común.
Para cada uno de nosotros hay temáticas sagradas, o dolorosas, o humillantes, o vergonzosas, o no cicatrizadas, o que aún son complejos, o secretas, o también inmorales, sobre las que no quisiéramos que se practique el humor. Las hay en lo individual, y también en nuestra pertenencia a un grupo. Y lo cierto es que nadie entiende las costumbres de los demás.
Un señor de Londres se informa por la tele sobre las niñas jirafa: cientos de jovencitas que en Birmania, en pleno siglo XXI, llevan unos collares dolorosos en el cuello para que les crezca el cogote, cosa que allí parece ser sexualmente provocativo. La hija del señor londinense está vomitando en el baño para que le quepa un pantalón de la talla 34, mientras su padre se mortifica mirando la Nacional Geographic y agradeciendo haber nacido del lado occidental de este mundo.
Engripados estamos todos, sólo que acostumbrados cada uno a nuestro catarro, y desacostumbrados a los mocos del vecino.
Para muchísima gente, dibujar a Mahoma parece ser la inmoralidad más grande de la historia, y no comprenden ni comprenderán nunca que otros se lo tomen a la ligera. Para otra muchísima gente, poner de mucama a una señorita paraguaya en una novela argentina es, también, ahondar en una cicatriz abierta y dolorosa. A mí todo eso, la verdad, me chupa un huevo. Y sólo deja de chupármelo cuando quieren demostrarte lo equivocado que estás pegándote trompadas o matándote. Ya no hay humor allí. Ya no hay nada más que personas desquiciadas.
Pero esto no es nuevo, no es de ahora, no tienen la culpa ni la velocidad de la información ni el resentimiento musulmán causado por las últimas guerras sucias, ni el hecho de que en Argentina haya muchas mucamas paraguayas, y tintoreros japoneses, y almaceneros gallegos. Esto es así desde siempre. Desde la escuela primaria, que es el sitio en donde todos empezamos a educarnos en la crueldad del humor, en donde aprendemos a ser víctimas o verdugos del chiste, en donde con mayor o menor ironía recalcamos y exageramos las diferencias del otro.
El niño de escuela primaria que bautiza “cuatro ojos” a su compañero miope, sea quizás, de mayor, un humorista. Pero el niño de escuela primaria que bautiza “cuatro ojos” a un compañero miope con navaja, será, desde entonces y para siempre, un imbécil.
Y ni éste ni aquél tienen derecho a la libertad de expresión, ni la tendrán nunca, porque el otro estará siempre al acecho con el filo de su chiste o con el filo de su navaja. Lo que tienen ambos niños, lo que tenemos todos en este mundo desde que somos chicos y para siempre, es muchísimo miedo a que los demás, sin motivos aparentes, practiquen con nosotros la crueldad.