Me acuerdo que llegué al Club Mercedes medio dormido, un día espantoso de sol radiante. Me llevaba mi papá de la mano, no por cariño sino por temor a que me escapara corriendo.
El profesor de rugby era amigo de Roberto (mi padre es amigo de toda la gente que transpira por placer). Se llamaba Carlos López Escriva, llevaba un silbato colgado al cuello, una camiseta con las rayas horizontales y en la cara un gesto de militar destituido.
—Acá te traigo el paquete —dijo Roberto, como si yo fuera 10 gramos de cocaína—. A ver si te sirve.
El profesor de rugby me miró la espalda, me arqueó los hombros, me palpó los tobillos y me clavó los ojos.
—¿Cómo te llamás?
Yo parpadeé cuatro veces. En esa época se me había dado por putear a la gente en clave morse, para que nadie se diera cuenta. La clave morse era inventada por mí: tres parpadeos cortos era ‘la puta’ y uno largo ‘que te recontra mil parió’.
—Se llama Hernán y está dormido —dijo Roberto Casciari— ¿Cómo lo ves?
El entrenador me sopesó de arriba a abajo:
—Tiene cuerpo de pivote —sentenció.
Por falta de experiencia en deportes y en zoología, imaginé que pivote era un animal patagónico. «Debe ser una especie de foca gorda que come algas», deduje. Por lo tanto, la frase «tiene cuerpo de pivote» me sonó ofensiva, y parpadeé ocho veces con muchísima rabia.
Roberto se fue y López Escriva me presentó al grupo. Eran veinte o treinta chicos, casi todos con cuerpo de pivote. Siempre me resultó horrible llegar a un lugar donde todos se conocen entre sí. Por suerte había algunos nuevos, y el entrenador nos explicó las reglas del rugby.
En esa época (yo pensaba en esto en lugar de prestar atención al reglamento) en casa había una guerra secreta entre mis padres, y yo era el botín. Todas las actividades extraescolares a las que me mandaba Chichita, para mi papá eran cosa de putos. Entonces él intentaba equlibrarme las hormonas mandándome a prácticas que fuesen cosa de machos.
Por parte de padre yo ya iba a voley, a basquet y a fútbol. Mientras que por parte de madre iba a dibujo, a dactilografía y a piano. Hasta ese sábado mis padres iban tres a tres. Rugby o la Comunión, entonces, debe haber sido una especie de desempate por penales: por eso me hicieron elegir a mí.
Esos eran, más o menos, mis pensamientos, cuando de repente alguien me puso en las manos una pelota ovalada y sonó un silbato. Entonces quince chicos de mi edad, pero mucho más enojados que yo, se me abalanzaron corriendo para matarme. Y yo no tuve otra opción más que salir disparando.
Corrí como un loco, no me acuerdo para dónde ni cuánto. Algunos me querían hacer la traba mortal, otros se habían encaprichado en empujarme con el hombro y morderme. Yo los parpadeaba y corría.
En un momento me dejaron de perseguir. El entrenador, entonces, se acercó con una sonrisa enorme y me dijo:
—Impresionante, Casciari. Pero cuando llegás acá, poné la pelota en el pasto. Sinó no es válido.
«¿No es válido el qué?», pensé. «¿El susto?».
Los demás chicos, los mismos que me habían querido violar un minuto antes, ahora me aplaudían y me palmeaban.
—A ver, vamos de nuevo —dijo López Escriva; yo temblé.
Me pusieron más lejos y me dieron la pelota otra vez. Como es lógico, me asusté mil veces más que antes y salí cortando campo. Esquivé dientes y uñas, botinazos y puños, insultos y envidias, hasta que dejaron de perseguirme. Otra vez me aplaudían y me decían cosas lindas.
Cada vez que yo me asustaba, eran seis puntos para mi equipo. (Es el día de hoy que no entiendo el sistema.) Al final de aquella primera práctica el entrenador me dijo que yo era un crack, que había nacido para ese deporte, y me llevó a casa en auto.
A la semana siguiente pasó lo mismo. Pelota y susto, carrera y puntos. Me decían El Gordito Veloz y me invitaban con cocacola en los entretiempos. Pero yo, la verdad, no disfrutaba las mieles de la gloria porque tenía miedo de morirme de un síncope o de una patada.
Esa fue la primera vez que me pasó, pero desde entonces me ocurrió toda la vida: las cosas que mejor hago son las que me asustan y las que no entiendo. En las actividades donde realmente disfruto soy bastante mediocre, nunca un crack, nunca nadie me regala cocacolas por hacer lo que me gusta.
Fui seis sábados seguidos a rugby, hasta que una mañana un chico de apellido Moavro me partió el brazo izquierdo. No fue durante los entrenamientos, porque además me arrebató el reloj y la billetera. Fue a la salida del club, en lo que se podría llamar un robo con linchamiento. Pero yo dije en casa que había sido «en el segundo tiempo de un match muy trabado». Utilicé la fractura ósea para convencer a mi papá de que no quería ir más a rugby porque era un deporte brusco de reglas ambiguas. Mi mamá estuvo de acuerdo.
—Me la van a matar a la criatura —dijo con sabiduría.
Los primeros días que estuve con el yeso no pude ir a ningún lado. Ni a piano, ni a dactilografía, ni a dibujo ni a los otros tres deportes. Me la pasé rascándome el higo con la mano derecha, mirando Patolandia y mojando pan lactal en la leche con Nesquick.
Una tarde preciosa que lloviznaba, aburrido de cargar con el yeso, me puse a escribir por primera vez. Descubrí que escribir era muy parecido a parpadear: podías decir lo que se te ocurriera, también cosas que no eran ciertas o insultos, sin que nadie se diera cuenta de nada. No me salía mal escribir, incluso hubiera sido bastante bueno contando cuentos.
Pero entonces vino mi mamá, me dijo que para ser católico no me hacían falta todos los brazos, y me mandó a hacer la Comunión.