Mi primer asalto
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Esto me pasó a finales de 2002. Yo estaba en Madrid, hacía menos de un año que vivía en España, y ya extrañaba un montón Buenos Aires. Tenía un trabajo nocturno bastante aburrido, y esa noche me estaba yendo a trabajar. Eran las dos de la madrugada. Iba tranquilo por la calle, escuchando música con los auriculares. Escuchaba tango, porque cuando vivís en Europa y es de noche siempre escuchás tangos para sentirte peor.

Yo estaba escuchando «Mi Buenos Aires querido», cruzando la Puerta del Sol de noche. Estaba casi vacía la plaza. En un momento vi a un tipo que venía de frente, a lo lejos.

Cuando se fue acercando vi que tenía los ojos muy abiertos, me miraba mucho, los dientes de abajo salidos para adelante. Y cuando me cruzó me pidió algo, no entendí porque yo estaba con auriculares, no sé si me pidió monedas o un cigarro. Me habló con un acento resbaloso que podía ser de las islas Canarias o de Latinoamérica.

Sin dejar de caminar, yo le hice un gesto con los hombros y con la boca apretada, como diciendo «lo lamento mucho, pero eso que me estás pidiendo no tengo», eso dije, y decidí esquivarlo por el costado de la pared.

Él me dejó pasar, pero inmediatamente se puso a caminar atrás, me di cuenta por la sombra. Pasito a pasito, como una especie de mimo nocturno sin talco en la cara. Me empezó a seguir. Sentí la presencia de su cuerpo durante una cuadra, dos cuadras, y no hice nada.

Me cagué de un susto, pero no hice nada.

Caminé en línea recta por la vereda, respirando por la boca y tratando de entender el significado de todos los ruiditos que me llegaban por la espalda. Lo tenía al tipo a un metro. Si estiraba él la mano, me podía tocar. Él caminaba al mismo tranco que yo. Cada vez más cerca. Y sabía que me estaba por robar.

Yo odio mucho ser cobarde. Pero odio muchísimo ser cobarde.

Siempre me doy asco en las situaciones límite. Mi cuñado, el Negro Sánchez, nunca dura una cuadra entera sintiéndose perseguido por un estúpido. ¡Hace algo! ¡Hace algo valiente antes!

Los valientes siempre tienen ideas creativas en los momentos de peligro. Se suben a caballo de la situación, no pierden tiempo alimentando el susto. Yo reflexionaba esto, justo hablaba de esto con mi cabeza, cuando noté el metal en la espalda y me quedé quieto. Nunca (jamás) me habían apuntado con una pistola hasta ese día. Yo no sabía bien qué hacer. Me quedé quieto. El metal estaba frío.

Y, la verdad, yo no sé cómo funciona el cerebro de los valientes en los casos de peligro, pero el mío, mi cerebro cobarde, se desconecta. Inmediatamente.

Esa noche, en Madrid, mi cerebro se desconectó, y antes de desconectarse me dijo:

Mirá, hermano, yo me apago diez minutos y que sea lo que Dios quiera. En todo caso, tirate al suelo y empezá a chillar. A mí pedime que te escriba un cuento, pedime la tabla del nueve, pero no me pidas ideas relacionadas con el coraje. Eso me decía mi cerebro. Así que me desconecto, querido. Nos vemos en la clínica, un fuerte abrazo.

¡Eso me dijo el cerebro, y se apagó! Y entonces dejé de pensar. Solamente sentía cosas. Sentía el frío del revólver, la brisa de Madrid en la cara, sentía el aliento del ladrón en la nuca. El tipo se acercó a mi oreja, desde atrás, y me dijo:

—Ahora date vuelta y ponete tranquilito contra ese auto.

Así me lo dijo. Con ese tono de conurbano cordobés. Dijo «ponete», dijo «tranquilito». ¡Yo no lo podía creer! Yo extrañaba tanto conversar con argentinos, y el primero que me encuentro en Madrid me estaba afanando. Me estaba tratando como en casa.

Con cuánta alegría lo acompañé al cajero, con cuánto orgullo le di la contraseña de la tarjeta. Con cuánta dignidad me desvalijó ese muchacho.

Él también hacía poco que estaba en España, me dijo.

Cuando me hablaba me decía «vieja», y eso, después de un año de que te digan «tío» o «chavalote», es impagable. Es maravilloso que te digan «vieja».

Él también estaba contento de que yo fuera argentino y de poder robarme a mí, porque los gallegos, me dijo, «son aburridísimos de robar». Esto pasó muy al principio de 2002, fue justo después del corralito.

Estábamos los dos tan solos…

Hernán Casciari