Mic
10m

Compartir en

El mejor infarto de mi vida

Compartir en:

La televisión te engorda cinco kilos, entonces cuando me invitan a la televisión primero bajo cinco kilos. Uso un método que se llama la cura del sirope. Hay que estar diez días sin comer, tomando agua mezclada con sirope y limón. No funciona como dieta sino como limpieza del cuerpo, pero deshincha bastante. A mí no me importa ni limpiarme ni adelgazar. Lo único que me importa es no verme en la televisión con papada. Por eso llegué al canal muerto de hambre.

En el taxi que me llevó desde Luján a la Capital me quedé dormido y soñé con milanesas napolitanas, con sanguchitos de miga y con tartas de queso. Cuando sos gordo y estás diez días sin probar sólidos, podés escuchar a tu propia grasa desintegrarse, porque el cuerpo, alarmado, empieza a comerse a sí mismo. En ese viaje de setenta kilómetros oí con claridad cómo me iba desapareciendo la grasa del cuello: es un sonido inquietante.

Llegué a la televisión muy justo de tiempo y me mandaron a maquillar. En general me da muchísima vergüenza este proceso, pero esta vez lo aproveché para mirarme en el espejo del camarín y comprobar que el esfuerzo del sirope no había sido vano: si estiraba el cogote lo suficiente, como quien huele el perfume de una mujer que ya pasó, el óvalo de mi cara dejaba ver algo de hueso.

Mientras me ponían el micrófono —otro suplicio de la televisión, porque te meten la mano por abajo de la camisa— me sentí liviano y seguro. Para mayor suerte, el periodista que me haría la entrevista también era gordo; esa ilusión óptica también ayuda. Podía haber espectadores que, al vernos, dijeran: ah, estos dos señores no son gordos, es mi televisor que ensancha. Durante un rato pensé que todo saldría bien, que por una vez mi paso por la pantalla no me daría vergüenza al día siguiente.

Entonces dijeron ‘aire’ y todo se fue al carajo.

Yo no lo noté enseguida, porque la pantalla gigante estaba a mis espaldas. Tardé un par de minutos en ver la imagen. La producción había elegido poner una foto mía de fondo. Una foto horrible de un yo anterior, un yo sin sirope, un yo pálido y afeitado, con una papada descomunal que aparecía en primer plano cada vez que me enfocaban.

Era como si la papada gigantesca me susurrara al oído: este eres tú, el verdadero, esta es tu imagen de cada mañana, la que ven tu esposa y tu hija al despertar, no importa cuántos sacrificios hagas ni cuánto líquido absorbas, recuerda, Jorge: todos tus esfuerzos por caretear mentón han sido y serán inútiles.

Momento exacto en que veo la papada en el monitor. —Video completo, acá

Estuve toda la charla mirando de reojo mi gigantografía fofa. Por suerte la conversación empezó a tomar un camino interesante de libros queridos, de infancia y de educación literaria; entonces, cuando promediaba la entrevista, dejé de pensar en la imagen que me apuñalaba por la espalda. En cierto modo fue peor. Porque mi cerebro, ya liberado del problema estético, de repente se acordó otra vez del hambre acumulado.

Hablábamos de Twain con admiración y yo pensaba en el huevo batido y crocante de un pastel de papas. Nombrábamos con cariño a Chesterton y yo fantaseaba con una porción de pascualina. Destacábamos la intensidad de Allan Poe y en mi cabeza solo había lugar para el arroz con pollo.

Tuve sin embargo un momento de enorme felicidad al final de la charla. Fue cuando el periodista, en forma de agasajo inesperado, me entregó una tarjeta. Un auspiciante del programa, un restaurante muy exclusivo de la Recoleta, me invitaba a almorzar o a cenar gratis.

«Me imagino que te gusta comer rico», me dijo el entrevistador sin conocer mi drama interno, y yo pensé, mirándolo a los ojos, que solamente un gordo conoce las necesidades de otro gordo. Y me sentí hermanado y en deuda con él, como el león doliente cuando la pantera rosa le extirpa la tachuela del pie.

Ni bien se apagaron las cámaras no saludé a nadie y me fui. Ni siquiera me dejé desmaquillar en el camarín. Me calcé el morral y salí a la calle con paso firme. Llamé a un taxi. Me subí con la garganta seca, le mostré al conductor la tarjeta y le señalé la dirección del restaurante como lo hubiera hecho un sordomudo apurado.

Durante los veinte minutos en taxi, desde la calle Fitz Roy hasta Libertador al 1100, mi estómago se preparó para un combate desigual contra todo lo masticable de este mundo. Un gordo alimentado a líquidos durante días, con una tarjeta de comida gratis en la mano y toda la tarde por delante, se convierte en una máquina perfecta de segregar bilis y jugos gástricos.

Al llegar al restaurante, ya desde la vereda, supe que las cosas no estaban bien. Las sillas estaban patas arriba sobre las mesas, y dos camareros me miraron entrar negando con la cabeza. «Cerramos a las cuatro y media», me dijo uno. Pregunté cuándo abrían de nuevo. «A las ocho». Yo estaba en ese intermedio ridículo del mundo occidental, las cinco en punto de la tarde. Ese tiempo en donde la gente toma té o café o coge o trabaja o duerme la siesta o muere; pero nadie mastica.

Caminé por Ayacucho, buscando con los ojos un bar abierto, o un almacén, o una rotisería. Vi un local extraño sobre la esquina de Posadas y entré. En este punto tengo que hacer un paréntesis, porque lo que vi al meterme en ese sitio puso a mi hambre monumental en un segundo plano.

Había una barra al fondo, sí, y eso le daba categoría de bar. Pero al frente tenía una tabaquería, muy del estilo de lo que acá, en España, se llama un estanco. En el medio de la escena había silloncitos, un par de sofás, y mesas ratonas. Lo que me sorprendió no fue eso, sino un señor canoso, opulento, sentado en un sillón y fumando un puro.

Hace cuatro años ya que no se puede fumar en España bajo el techo de los bares. Dos años en Argentina. Yo ya empezaba a olvidarme de esa sensación maravillosa de los cafés antiguos, llenos de humo, donde se podía conversar, beber y fumar al mismo tiempo.

Me olvidé del hambre. Ahora solamente quería fumar sentado en uno de esos sillones, abrir mi portátil, leer mails, pedir algo con burbujas y volver a fumar. Elegí un silloncito de pana, no lejos del único parroquiano que me acompañaba con su puro inmenso. La camarera me trajo una tónica con hielo y limón. Saqué mi tabaco mirando para todos lados, con miedo a una represalia, y armé despacio. Encendí el cigarrillo. Nadie me dijo nada.

Durante media hora me sentí feliz. Leí mails, respondí consultas, bebí, fumé como un escuerzo, y entonces el hombre canoso, que estaba a mi derecha, empezó a hablar por su celular. No lo hacía en voz muy alta. Pero enseguida dijo una frase que me hizo parar la oreja. Dijo: «Duhalde ya está adentro».

Para que el lector extranjero entienda, en Argentina hay dos Duhaldes. Uno es bueno, el otro es malo. Como el bueno se murió hace poco, el hombre del puro hablaba del otro, del expresidente del país. Y cuando un cincuentón de traje, con un puro en la boca, sentado en el sofá de un Cuban Club de Recoleta dice por teléfono la frase «Duhalde ya está adentro», uno empieza a extrañar España.

Todo pudo haber terminado ahí, pero no terminó. Diez minutos más tarde se abrió la puerta y desde la calle Posadas entró el Adolfo. Bronceado, de impecable traje sport. Saludó al del puro, que se levantó de su silla y lo palmeó. El Adolfo dijo: «¿Seguro está adentro?». El del puro asintió en silencio.

Para que el lector extranjero entienda, en Argentina solo a dos personajes se los reconoce con el nombre de Adolfo, a secas. Uno es bueno, el otro es malo. Como el bueno se murió hace un tiempo, el hombre que acababa de llegar era Rodríguez Saá, expresidente del país durante los siete días más largos del año 2001.

El Adolfo se sentó tan cerca de mí que tuve que mover la mesita ratona y reacomodar la portátil. Mantuvimos un brevísimo diálogo, muy amable. Yo le dije: «¿Te molesta la mesa?». Él me dijo: «Si a vos no te molesta, a mí tampoco». Y desde ese momento nuestros codos se tocaron durante una hora. Y mi oreja estuvo a treinta centímetros de su boca todo el tiempo.

Escuché, haciéndome el boludo, una conversación en clave de la que no entendí nada. «El que te dije», «ahora no que hay sudestada», «hay que mantenerlo aparte», ese tipo de frases que solamente se entienden dentro de un contexto, y que únicamente dejan claro que son turbias. Esas frases que, dichas por ciertas bocas, hacen que el perro de pavlov que todos llevamos dentro empiece a temblar de nuevo.

Y allí fue, en ese momento, mientras el puzzle más rancio de la política argentina intentaba rearmar su estrategia, que descubrí el micrófono.

Primero me palpé el bolsillo y creí que era mi celular. Pero cuando lo saqué de su sitio noté que era más cuadrado y pesado, y que tenía una luz roja palpitante, y que tenía un visor con una frecuencia encendida, y que tenía un cable interno que seguía por debajo de mi camisa, un cable que terminaba en un corbatero abrochado en mi segundo ojal desde hacía horas. Justo un poco más abajo de mi papada.

De repente todo me pareció irreal. ¿Qué hacía yo, en un salón de puros de la Recoleta, codo a codo con un expresidente bronceado, tomando tónica y habilitando por mail a distribuidores holandeses de una revista, con un micrófono de C5N encendido a treinta centímetros de una conversación que había empezado con la frase «Duhalde está adentro» y que sabe Dios cómo terminará? ¿Qué hacía yo ahí, y no en mi casa fumando un cuete? ¿Por qué bebí sirope de arce con límón durante diez días? ¿Por qué, a los cuarenta y un años de mi edad, me sigue importando tener papada?

Pagué lo más rápido que pude mi tónica con limón y me subí a un taxi. Tenía que devolver ese micrófono urgente. Horas más tarde mi mujer me diría que había sonado mi teléfono mil veces en Luján, que la gente del canal estaba desesperada y que me odiaron mucho, porque después de mi entrevista venía otra y tuvieron que salir a buscar corbateros a otro piso.

Pero yo entonces no sabía todo eso. Yo viajaba en taxi por Buenos Aires, de camino otra vez a la calle Fitz Roy, y pensaba, con sorpresa, que no me había sorprendido en absoluto la conversación engañosa entre esos dos hombres en el salón del Cuban Club. Me habría sorprendido, pensé, si uno de los dos hubiera dicho «tenemos que hacer algo por este país de una vez por todas» o alguna frase por el estilo. Me hubiera sorprendido eso.

Dejé el micrófono en la recepción del canal, avergonzado y sin pedir disculpas. Y con el mismo taxi me hice llevar al bar Orsai de San Telmo, que ya estaba empezando a abrir las puertas.

En el bar me esperaba Comequechu con sus pizzas. Pero, no sé por qué, se me había cerrado el estómago.

Hernán Casciari