La espantosa sensación de despertarnos de repente con los zapatos lustrados, con un traje oscuro, con olor a tierra húmeda, y no tener quien escuche nuestros alaridos de socorro.
Cuando era chico me despertaba de las pesadillas asfixiado por esta sensación de claustrofobia. Creo que la culpa fue de Narciso Ibáñez Menta y que fue en este canal. Una vez, Teleonce pasó por la tele un programa que ningún chico de nueve años debería ver jamás. Se llamaba El hombre que volvió de la muerte.
A finales de los setenta a mí me costó mucho conciliar el sueño a la noche, mientras que por las tardes releía mil veces en un diccionario Sopena la definición de la palabra «catalepsia», la peor enfermedad del mundo, pensaba yo; la única peor que la muerte, porque era un simulacro de muerte que no te deja ni en el cielo, ni en el infierno, ni en el hospital, sino en la tierra oscura, a solas y con tres metros cúbicos de aire.
Con el tiempo, escribí testamentos infantiles en mis cuadernos: les pedía a mis padres que, si moría joven, me enterraran con una palanca y con una botellita de agua mineral.
Más tarde, mi temor obsesivo empezó a desdibujarse, un poco porque me hice grande, y otro poco porque se habían inventado los celulares. La telefonía móvil nos cambió la vida en muchos sentidos, pero a mí más que nada me tranquilizó la muerte.
Ya no me hacía falta una palanca para abrir el cajón, sino un cementerio con buena cobertura de Internet y con wifi.
Así pasé estos primeros veinte años del siglo veintiuno, desentendido de mi fobia, hasta que el otro día me llegó un recorte de prensa desde Honduras, y todos los fantasmas del pasado… volvieron de golpe. El joven Isaac Ramírez Pérez, de veintisiete años, sintió un dolor muy fuerte de estómago el martes pasado, y sus familiares lo trasladaron al hospital. El diagnóstico: problemas en la vesícula e intervención quirúrgica urgente.
Isaac fue ingresado a la sala de cirugía y falleció la mañana del miércoles. Su cuerpo estuvo en la morgue dos horas enteras, mientras la familia, de muy pobres recursos, conseguía un ataúd más o menos decente.
Después lo trasladaron hasta su pueblo natal, y ahí lo lloraron a cajón abierto una tarde entera.
¡Una tarde entera!
Isaac fue enterrado el jueves a la noche. No quiero crear suspenso con el asunto, porque me estremezco, se me pone la piel de gallina solamente de pensarlo.
Dice la prensa que Isaac se despertó el viernes a la una de la madrugada, se vio encerrado adentro del cajón y empezó a gritar.
La hora exacta de los gritos está documentada porque en el cementerio había dos guardias de seguridad que escucharon los pedidos de auxilio, que —según ellos— venían «del fondo de la tierra».
Pero estos dos empleados, que eran muy supersticiosos, ignoraron los lamentos y salieron disparando cada cual para su casa. A la mañana siguiente dieron parte del suceso, y las autoridades cavaron los tres metros de terrones de tierra seca y sacaron el cajón.
Encontraron el cuerpo de Isaac sudado, en una posición confusa y con las uñas astilladas de tanto percutir la madera por el lado de adentro.
Isaac Ramírez Pérez había muerto a causa de la asfixia, después de haber padecido un estado de catalepsia que ni los doctores del hospital, ni los forenses de la morgue, pudieron detectar a tiempo.
Así que hoy, bienvenida otra vez mi fobia, después de tantos años de falsa calma.