Capaz que soy yo, que me estoy haciendo viejo y ya todo me cuesta mucho, pero cuando llega la noche prefiero quedarme dormido en el sofá, o en el suelo, antes que irme a la cama.
—¿No vienes a dormir? —pregunta mi mujer.
—No, otro día.
Sólo pensar en la cantidad de cosas que hay que hacer para acostarse me desmorona. No hay nada automático, todo es manual y torpe, todo es antiguo.
Observo la vida del hombre moderno y todo parece estar bien, me siento satisfecho: un aparato nos alerta sobre la hora de despertar; enseguida una máquina nos prepara el café; después un vehículo nos conduce al trabajo; allí un dispositivo piensa por nosotros y nos corrige; por la tarde extraemos dinero de una estructura automática para insertarlo en otra que nos ofrece alimentos o cigarros; por la noche otro artefacto móvil nos devuelve al hogar; ya en casa una invención nos entretiene con música, dramaturgia o deportes; y otra maquinaria nos indica que ya es la hora de descansar.
Hasta ahí todo es perfecto.
Pero justo entonces —cuando más necesitados estamos de lo automático— sobreviene el fallo: antes de acostarnos, nosotros, los hombres modernos, los que ya hemos conseguido no realizar ni un solo esfuerzo físico, tenemos que hacernos la cama. No existe un artificio mecánico que nos libre de esa desdicha. En las casas hay control remoto para todo, hasta para bajar las cortinas. Pero no los hay para las actividades que involucran el dormir.
Solamente los japoneses y los enfermos terminales tienen control remoto en sus camas. Ellos sí. A veces me dan ganas de ser amarillo (del verbo tokio o del verbo hepatitis) para que mi cama sea automática y tenga botonera.
El hombre se ha pasado los últimos veinte o treinta años inventando una cantidad enorme de estupideces. Ya hay máquinas que te informan quién llama, con letras de imprenta, para que no lo preguntes en el teléfono. ¡A eso hemos llegado en nuestra loca aventura hacia el confort! Inventamos artefactos que nos liberan de decir «hola, ¿quién habla?». Hay herramientas que convierten el agua en hielo sin que tengas que viajar al sur. Hay lo que quieras.
Pero a la noche, cuando llega la hora del reposo, debemos airear diferentes telas, extenderlas de manera que sus puntas se toquen, simétricas, y colocar los bordes debajo de una bolsa llena de plumas; una bolsa absurda que pesa lo mismo que la lengua de un dinosaurio.
Odio el colchón actual. Lo odio con todas las fuerzas de mi alma. El colchón y el comunismo son las dos creaciones más equivocadas de la historia del Hombre. Ambos son inventos que jamás funcionaron bien del todo, pero nunca nadie se ha atrevido a decir en voz alta:
—Hemos fallado, señores, hagamos esto otra vez desde el principio.
Al contrario. Al comunismo y al colchón seguimos incorporándoles modificaciones y mejoras falsas, para disimular nuestro error de haber inventado algo tan incómodo. Colchón ergonómico, comunismo libertario; canapé abatible, izquierda moderada; somier articulado, socialismo utópico; colchón de espuma viscoelástica, partido obrero español.
No es posible que, a estas alturas del progreso, todavía haya algo en nuestros hogares que debamos limpiar pegándole con una escoba en el patio. No tiene lógica.
No puede ser que si un día nos meamos (sin querer), tengamos que pedir ayuda a un vecino para dar vuelta el colchón. Tenemos microchips, minifaldas, lentes de contacto, calditos de pollo… Una enorme variedad de cosas minúsculas. Pero a la noche dormimos en una cosa que pesa treinta y siete kilos.
Es increíble que ya tengamos coches con los que podemos chocar diez veces sin matarnos, y marcapasos con el que podemos sufrir hasta siete ataques al corazón y seguir vivos, y que —por el contrario— haya que tirar el colchón a la basura cuando nos hacemos pis dos veces. La tecnología y la modernidad parecen estar al margen de los dormitorios. Los avances se quedan en el comedor, en la cocina, en la sala de juegos.
Si comparamos una cama del año 1308 con otra de este año nos va a costar mucho encontrar un mínimo progreso. Siete siglos muertos, a la deriva de la ciencia, en donde únicamente hemos logrado construir el mismo armatoste horizontal con tres lienzos de tela encima. En setecientos años, sólo hemos conseguido ponerle elástico a las puntas de la sábana de abajo, para que no se salga cuando damos pataditas. En setecientos años, un elástico. ¿Qué carajo nos está pasando?
En estos tiempos de modernidad la cama debería venir con ingravidez de serie. Tendría que ser una cápsula gigante y hermética, sin sábanas ni frazada ni colchón de pluma. Fantaseo cada noche con un artefacto en el que mi cuerpo flota, desnudo y lánguido, siempre a una temperatura perfecta y con un leve sonido de fondo: el arrullo del mar, tres grillos en la distancia, los goles de Racing en la voz de Víctor Hugo…
En esta cama 2.0 no existiría ni el ronquido ni el insomnio, ni los ruidos externos, ni las pesadillas, ni los pedos con olor. Toda la cápsula estaría insonorizada y atenta a cualquier desliz del cuerpo o del entorno. Las almohadas tendrían un temporizador que las haría dar vuelta solas cuando notasen el cachete acalorado. Y, por supuesto, nosotros mismos estaríamos unidos a un grabador de sueños, para poder ver al día siguiente la repetición de las mejores escenas.
Yo no sé si falta mucho o poco para que lleguemos a este punto del confort. Pero lo veo muy complicado, porque los científicos están muy ocupados poniéndole más y más pelotudeces a los teléfonos móviles. Qué gente obsesiva.
Ahora me acuerdo de una frase de Juan Rulfo, el escritor mexicano. Una frase muy bonita que aparece en su novela Pedro Páramo. El protagonista se está quedando dormido sobre una roca áspera, después de haber andado todo el día por el desierto, y dice, antes de quedarse frito:
—El mejor colchón es el cansancio.
Puede ser, sí… Puede ser. En esa época los hombres se agotaban mucho, caminaban kilómetros enteros, trabajaban con las manos y la espalda, comían poco carbohidrato, se peleaban con cuchillo. Es decir, antes la gente se esforzaba. Pero ahora ya no. Hemos abolido el cansancio, hemos eliminado el sudor de la frente y el parirás con dolor. Nos hemos quitado de encima el yugo triste del siglo veinte. Hoy el único trabajo físico que nos queda es hacer la cama antes de acostarnos.
Y yo no quiero, me rebelo. Me enoja mucho que hayamos olvidado erradicar lo más importante. Nos pasamos ocho horas al día durmiendo, ¡un tercio de la vida! Dormimos más que comemos, más que viajamos, más que reímos y amamos. ¿Cómo es posible, entonces, que todavía nadie haya inventado una almohada que se enfríe sola en medio de la noche? Estamos en el nuevo milenio y tenemos que despertarnos para dar vuelta la almohada.
Somos una raza de imbéciles.