Mis recuerdos con famosos
5m
Play
Pausa

Compartir en

Una playlist de 125 cuentos

Compartir en:

La primera vez que vi a un famoso fue en Mar del Plata. Yo tenía nueve años y ella era Verónica Castro. Estaba cenando en el mismo restaurante que nosotros.

Yo miraba Los ricos también lloran todas las tardes y no podía creer que ella estuviera ahí. Mi mamá me dijo: «Andá a pedirle un autógrafo, boludo, dale, no seas quedado». Y yo fui, con mis nueve años, con toda la timidez del mundo. Me acerqué a su mesa y ella me miró con asco, como si yo tuviera toda la cara llena de mocos. Y me fui corriendo sin decirle nada.

Ver a un famoso es raro. Lo ves venir por la vereda y no sabés qué hacer; lo malo es que el cerebro inmediatamente te da la orden de saludar.

Una vez me pasó con Facundo Cabral en Buenos Aires: me lo confundí con un mercedino, le levanté las cejas cuando pasaba y le dije «Qué hacés». Qué vergüenza, la cara que me puso el cantautor no se me borra nunca más.

Hay otras cercanías, más indirectas, que me llaman mucho la atención. ¿Cuántos de ustedes pueden llegar a Chaplín en cuatro pasos? Yo puedo: hace mucho trabajé en una obra de teatro, en mi pueblo, con Carolina Fal, que es la mercedina más famosa que conozco, que trabajó en Casas de fuego, con Carola Reyna, que trabajó en Las caras de la luna con Geraldine Chaplin, que es la hija de Charles Chaplin.

Es decir que toqué a alguien que tocó a alguien que tocó a alguien que tocó a Chaplín. ¿No es increíble? Cada vez que lo pienso, me pongo orgulloso. Y lo pienso, mínimo, una, dos veces al día.

Igual, la historia más rara con un famoso le pasó a mi amigo Chiri cuando trabajaba en un maxiquiosco de la avenida Santa Fe. Le había tocado guardia justo un mediodía de 1990 que Argentina se jugaba la clasificación a semifinales del Mundial de Italia. No había un alma por la avenida Santa Fe: todo el país estaba en su casa mirando el partido, aguantando la respiración.

Chiri estaba en el maxiquiosco y se comía las uñas enfrente de una tele chiquitita en blanco y negro, cuando, a los trece minutos del segundo tiempo, le entra un cliente medio borracho a comprar una botella de cerveza.

Y Chiri pensó: «O es una vieja, o es un japonés». Lo pensó con rabia, antes de mirarlo a la cara. ¿Quién podía estar metiéndose en un quiosco en medio del mundial? Pero no era una vieja ni un japonés: era el Beto Márcico, que no podía ni vocalizar del pedo que tenía… ¿Cómo es posible que un futbolista serio, en el medio de un mundial, anduviera borracho por la calle? Ese y el tema de la pirámide de Keops son los dos misterios que nunca voy a poder resolver.

Yo admiro por valiente (con la misma intensidad que compadezco por pelotuda) a la gente que es capaz de molestar a una celebridad para sacarse una foto. Jamás me dio el cuero para interrumpir la existencia rutilante de una estrella con la intrascendencia de mi propia vida. Es como si a vos, que sos un ser humano recién bañado, viniera a darte conversación un chancho. Algo así debe pensar un famoso cuando te ve venir por la calle.

Mi hermana Florencia, en su época más fanática de los Parchís, se los encontró en una esquina (¡a los cinco!) y estuvo a punto de sacarles conversación y pedirles un autógrafo. Ella tenía seis años. Los Parchís y yo teníamos ocho o nueve.

Yo odiaba a los Parchís, pero más odiaba que mi hermana bailara esos discos, y entonces, cuando Florencia estaba llegando al grupo, la empujé contra Tino, y el boludo de Tino se tropezó y le dijo, a mi hermana, una frase que, en mi familia, ya es legendaria. La miró con asco y le dijo: «Niñata, serás gilipollas». Y a mi hermana le dio tanta vergüenza que se puso colorada como la ficha roja y se fue llorando sin decir nada.

Yo sé que la salvé de convivir con el recuerdo patético de haber entablado conversación con ese conjunto musical. Pero mi hermana es terca y se niega a reconocer que le hice un favor. Incluso hace unos días me lo recriminó, de vuelta, porque está la serie en Netflix.

A mí no me piden autógrafos por la calle. Y eso que leo cuentos en la televisión, pero debe de ser la hora. Muy tarde salgo, la gente que pide autógrafos se va a dormir temprano. Y también debe de ser que me falta carisma para que me reconozcan por la calle…, y tampoco soy muy de salir.

Pero el día que yo salga a la vereda de mi casa y me estén esperando los admiradores, yo voy a ser tremendamente antipático; les voy a firmar los papelitos así, sin ganas, sin mirar, haciendo incluso esfuerzos para que no se me entienda el apellido. Y voy a mirarlos, a mis fanáticos, igual que me miró Verónica Castro aquel verano en Mar del Plata: con bronca, como si estuviera viendo llegar a un chancho.

Hernán Casciari