La chica llevaba diecisiete años en estado vegetativo, y su padre casi doce batallando contra una ley que impide soltarle la mano a los enfermos sin esperanza. Ellos no se pueden ir así nomás. Ni aunque sus padres aseguren que así lo hubieran deseado los que ahora están postrados en silencio, ni aunque lo pidan ellos mismos con los párpados, con los gestos, con un lápiz en la boca. En Europa, la burocracia que deben practicar los enfermos desahuciados para descansar en paz es lenta y complicada. Se parece al laberinto que deben padecer los inmigrantes sin papeles: a estos no los dejan entrar, a aquellos no les permiten salir.
Rémy Salvat fue otro que quería salir y no podía. Ocurrió en Francia y su caso ganó estado público hace unos meses. Rémy tenía veintitrés años y una extraña enfermedad degenerativa; se suicidó en agosto pasado, después de pedirle en vano al Estado que lo ayudase a morir. En una carta personal al presidente Sarkozy, el enfermo explicaba que «un joven no debería matarse completamente solo, sin ayuda de nadie, para acortar su sufrimiento». El esposo de Carla Bruni no le prestó atención, ni tampoco ayuda. Rémy Salvat murió hace seis meses, por una sobredosis de pastillas. Dejó escrito que se suicidaba «por su sufrimiento, pero también por su indignación después de la respuesta de Sarkozy». El chico tuvo que hacerle una finta a la justicia. Igual que un sin papeles que elige la frontera no vigilada para pasar al otro lado. Igual que Ramón Sampedro, marino español, poeta, tetrapléjico desde los veinticinco años y el primer ciudadano en pedir en España la eutanasia activa. Sampedro fue ayudado a morir por su amiga Ramona Maneiro. Ella le ofreció el cianuro final, pero tuvo que esperar siete años para poder explicar en televisión que había ayudado al amigo a escapar de su propio cuerpo. Siete años es el tiempo en que prescriben en España las causas por homicidio. Si lo hubiera dicho antes, Ramona habría ido a la cárcel.
El gobierno italiano, al igual que el español, y el francés, califica de ilegales las prácticas de la eutanasia y del suicidio asistido en enfermos terminales. El Estado es firme y contradictorio. Está capacitado para mandar a la guerra a jóvenes de veinte años. Tiene permitido que sus jóvenes mueran en la guerra o en las calles. Pero no tiene potestad alguna para ayudarlos a morir en paz, cuando no hay más remedio ni horizontes en la vida. El Estado permite que sus ciudadanos mueran, pero no que mueran cuando ellos lo piden. Los Gobiernos europeos son capaces de generar estas paradojas: logran que la gente no pueda vivir sin papeles, ni morir sin papeles. Al momento de dar el último suspiro, el joven Rémy Salvat, el viejo marino Ramón Sampedro, la chica italiana Eluana Englaro y tantos otros que no son noticia, se convirtieron en difuntos ilegales, en polizones, en muertos sin los papeles en regla. Almas en pena escapando por la puerta de atrás, escondidas y a oscuras.