Escribo estas líneas horas antes de que Argentina juegue una semifinal después de muchos años. Pero también las escribo sabiendo que el fútbol, tal y como lo conocemos, ha dejado de existir.
Lo que pasó hace un rato en Belo Horizonte lo cambia todo y no puede ser bueno para nadie. Solo para los alemanes, que son máquinas sin corazón. Pero para nadie más.
Aunque la Copa la termine levantando Holanda o Argentina, este Mundial será recordado por otro evento. Aunque Messi o Robben hagan magia el domingo, e incluso tuerzan el viento del huracán germano, la bisagra de esta época deportiva tendrá su corte histórico en el Estadio Mineirao, y no en el Maracaná.
Por primera vez en su historia, un Mundial terminó cinco días antes del pitido final.
Y sin embargo veo en Twitter, en la prensa argentina, en la tele, alguna gente muy contenta por la desgracia brasileña. No puedo entender esa alegría. No me hace feliz en absoluto el siete a uno de esta tarde.
Hubiera preferido que el pelotazo del chileno Pinilla entrara, en vez de pegar en el travesaño, y que Brasil se hubiera quedado fuera en octavos o en cuartos; nunca de esta manera.
Me gusta que Brasil sea nuestro némesis en América, me gusta pensar en ellos como nuestro peor enemigo. Ah, que rabia me dan sus camisetas amarillas, sus laterales que suben al ataque, su historia sin mácula, sus cinco estrellitas azules en el pecho… Pero hay castigos que no se le desean a nadie, ni al peor enemigo.
Podemos desear ganarle a Brasil. Podemos desear que Brasil pierda siempre, si es posible en tiempo de descuento. Podemos señalar con sorna que, aunque tengan cinco mundiales, nunca logren ganar los de su casa. Pero desear, o festejar, un siete a uno contra Alemania, sabiendo que el próximo festín de las máquinas feroces podemos ser nosotros, eso, es indeseable.
Es indeseable que los alemanes ganen su primer Mundial en América. Es indeseable que exista la posibilidad de que vuelvan a golearnos como en Sudáfrica. Es indeseable que los jugadores argentinos salgan hoy a la cancha pensando que, si le ganan a Holanda, lo que sigue no será épico, porque la épica ya ocurrió en semifinales.
El siete a uno del Mineirao es el peor resultado del mundo. La maravillosa final esperada por todos era Brasil y Argentina. Cualquier otro cruce es una mierda pinchada en un palo. No arropo a Brasil como los falsos progres que pretenden que en el fútbol debe imperar la unión latinoamericana. Una mierda.
Solamente digo que el viejo y querido balompié de los hombres imperfectos ha dejado de existir; desde hoy impera el fútbol de las máquinas sin falla. Esas que nos hicieron cuatro en Sudáfrica y nos dejaron traumas y sufrimientos durante cuatro años. Entre aquel partido y el de ayer, Alemania le acaba de meter once goles a brasileños y argentinos. Nos hermanó en la más puta de las desgracias.
Nos dejó solos a un costado, preguntándonos qué se siente. Qué se siente que tu verdadero papá no sea otro equipo de once jugadores, sino un artefacto infernal. ¿Qué se siente?