Nada como los zapatos viejos
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Leí esta semana que Benedicto XVI se reunió con Susanna Maiolo, la muchacha italiana que, mientras se celebraba en Roma la Misa de Gallo pasada, se le tiró encima y lo hizo caer. ¡Y la perdonó! 

Casi no pude creer la noticia. Me hizo pensar, más que nunca, que Benedicto se parece a un par de zapatos nuevos que no se amoldan al pie. Ese calzado que te hace pensar, con nostalgia, en los zapatos viejos y cómodos que usabas antes. Y los anteriores, y los otros. Mis primeros zapatos se llamaron Paulo VI; su muerte —a mis siete años de edad— me conmovió mucho, porque la transité a través de los ojos de mi abuela, que lo lloraba frente al televisor con un pañuelito blanco escondido en la manga. Ocurrió un par de meses más tarde del Mundial ’78, y desde entonces presté mucha atención a los rituales vaticanos. El humo negro, el humo blanco, el primer discurso del nuevo Papa. Mis siguientes zapatos duraron poco. Cuando fue elegido Juan Pablo I, en casa hubo mucha algarabía porque tenemos un diez por ciento de sangre Luciani, y nos gustaba decir (a mi abuela más que a nadie) que éramos de algún modo familia del nuevo pontífice. Pero reinó un suspiro, el pariente. El breve Papa de la sonrisa, el último italiano hasta hoy, se vistió de blanco durante muy escasos treinta y tres días, y en casa su muerte nos cayó como una desgracia personal. Parecía un buen calzado, una lástima. Entonces llegó el polaco, el par de zapatos más duradero de mi historia personal. Juan Pablo II apareció cuando yo era niño y se fue cuando ya era padre. Me atravesó la infancia, la pubertad, la adolescencia y la juventud. Y lo hizo como un buen calzado: sin llamar demasiado la atención. Fue un par de zapatos viejos, amoldados al pie, que en un momento se convierten en chancletas felices y parecen eternas. 

Benedicto XVI no me calzó bien el primer día que me lo puse. Lo supe enseguida. Caminé un rato después del humo blanco y me dije «habrá que esperar, es nuevito». Pero ya van casi cinco años de espera y me sigue resultando un pontífice incómodo. Recuerdo perfectamente la tarde que Juan Pablo II fue a la cárcel a visitar al turco Ali Ağca, que le había pegado un tiro en la Plaza San Pedro. Ese perdón de Juan Pablo II nos dejó una moraleja, una lección inmensa, incluso a los que no somos de caminar demasiado. ¡Esos eran zapatos! Ahora caminamos con este otro calzado, que perdona el empujón de una chica con problemas psicológicos. Hay algo en sus gestos, en su voz, que incomoda. Y me parece que él lo sabe. Sospecha que medio mundo extraña al polaco en chancletas, esa vieja comodidad de la costumbre. Lo sabe, y quiere ponerse a la altura. Por eso —creo yo— se reunió esta semana con Susanna Maiolo, la chica que se le tiró encima y lo hizo caer. Porque un rato después de ese encuentro, fuentes del Vaticano salieron a decir que el Papa «la perdonó». A la chica. Benedicto nos quiere recordar que él también puede ser un buen par de zapatos. Pero hay matices. La metáfora del calzado no tiene que ver con ideologías, ni con progresismo. Lo que no me gusta de Benedicto es, principalmente, su deseo inconfesable de parecerse al otro. 

Hernán Casciari