Desde la tardecita que junté los pelos con él por primera vez (era el Día del Trabajo y hacía frío y habíamos tomado chocolate con churros y habíamos ido al cine a ver una de Analía Gadé), la regla me falló solamente tres veces, la primera hace casi treinta años, cuando quedé del Nacho. Fui madre por primera vez a los veintitrés años, y rompí bolsa por última vez cuando nació la Sofi, a mis treinta y ocho. Todavía me sentía joven. Miro fotos de esa época y tengo el peinado rarísimo, todas andábamos con la permanente y con hombreras. Yo estaba más flaca. Después vinieron las várices, las estrías, el Caio que nació cabezón y casi me desgarra, Alfonsín y el hambre, Menem y las cuotas. Pero la regla estaba, todos los meses. A veces el sueldo no, a veces los revolcones con el Zacarías no, pero la regla estaba. Puntual.
Yo siempre fui un relojito. La espero desde el miércoles y nada. Nada de nada. La que llegó un día en medio de una clase en el Colegio Misericordia y me dio vergüenza que llegara ya no viene más. Ya no me importuna. El mes pasado fue la última vez de tantas cosas, corazones, y yo sin darme cuenta… No sé si entenderán; ustedes son jóvenes. No sé si sabrán lo que significa esto. Desde hoy, están leyendo el diario de una vieja. El weblog de una mujer que se está secando.
Mientras escribo navego en una página médica, porque ya me lo temía. ¿Tiene usted dolores óseos? Sí. ¿Tiene depresión, irritabilidad, angustia, insomnio? Sí. ¿Tiene molestias en las relaciones sexuales? Ni la más puta idea, señor médico virtual, porque mi marido el Zacarías no me ayuda a descubrirlo.
¿Tiene mayor flacidez en las mamas? Sí, parecen dos quesos cremosos. ¿Tiene sequedad vaginal? Tengo. ¿Qué más tiene, señora? ¿Qué más tengo? Tengo cincuenta y un años, once meses y trece días de vida. Tengo ganas de llorar y de que alguien me abrace. Pero son las cinco de la mañana y toda la familia duerme como si en esta casa no pasara nada.