Ocurrió bastante rápido: a su padre, que nunca se hizo cargo, lo habían matado en la cárcel hacía mucho; su madre había muerto dos años antes y el único adulto de la casa, el hermano mayor, Roberto, acababa de fallecer en un hospital público.
Y ahí iban ellas, Anahí de diecisiete y su hermanita de quince, en colectivo al hospital para visitar a Roberto, sin saber que Roberto ya no estaba.
En realidad no lo iban a visitar estrictamente, sino a preguntarle dónde podían encontrar algo de plata en la casa, porque la que les había dado Roberto antes de enfermarse ya se la habían gastado.
Roberto trabajaba en un cibercafé. Algo tremendamente moderno que Anahí y su hermana no entendían. Un lugar a donde otra gente iba a conectarse a unas computadoras. Roberto hacía dos semanas que faltaba a su trabajo por su enfermedad, pero quizás el dueño le adeudaba algo, o lo que fuera. Ellas necesitaban plata para comer, para limpiar y para el colegio.
Se habían gastado lo último en dos gaseosas en lata, unas galletitas Rex para el viaje, y lo que costaba el colectivo para ir al hospital. En 1996 el peso argentino valía lo mismo que el dólar, por lo que las gaseosas costaban 70 centavos cada una, las Rex 1 peso 20 y el colectivo 55 centavos. Roberto ganaba 2 pesos 75 la hora en el cibercafé. Ellas necesitaban, mínimo, 15 pesos para pasar la semana. Y tenían cero.
Pero ya no había ningún Roberto. Por lo menos no un Roberto lucrativo. Había un cuerpo esperándolas para que la familia iniciara los trámites mortuorios. Cuando las chicas llegaron al hospital les confirmaron la muerte del hermano de veinticuatro años, después de un largo historial de adicciones, a causa de una neumonía provocada por el HIV. Se lo dijeron así, con esas mismas palabras. Incomprensibles.
Por eso en ese mismo momento Anahí, con diecisiete años, se convirtió en la mayor de la familia, y a ella le explicaron que para trasladar el cuerpo hasta el crematorio había que pagar una bolsa especial para evitar la transmisión del virus HIV. Anahí levantó los hombres y solamente dijo:
—No tenemos más que esto —y señaló las dos gaseosas y la caja de galletitas Rex.
En la administración del hospital se apiadaron de las hermanas y corrigieron en los papeles la causa de la muerte. Eliminaron HIV y pusieron solo neumonía, para que no tuvieran que pagar la bolsa. El traslado del cuerpo al crematorio lo hicieron en un furgón municipal, sin costo alguno para las chicas, que viajaron en la cabina.
Los trámites fueron engorrosos y confusos. Ni Anahí ni su hermana entendían lo que les explicaban. Anahí firmaba todo sin leer. Cada vez que alguien les decía que debían pagar una cifra de dinero, ellas señalaban las dos latas de gaseosa y la caja de galletitas, y repetían: «No tenemos más que esto», y siempre aparecía alguien que se apiadaba, o que cambiaba una línea incómoda en los papeles, o que las ayudaba.
Anahí y su hermanita se pasearon por todos los pasillos hasta el momento clave: la cremación, que costaba 59 pesos con 12 centavos.
Las chicas repitieron el mismo truco mágico de levantar los hombros y señalar las gaseosas y las galletitas, pero la mujer del mostrador no podía hacer nada. Era solo una empleada.
Les explicó que poner el cuerpo en el horno casi no tenía costo, pero que la urna era cara y nadie se las iba a regalar. Y entonces a Anahí se le ocurrió una idea y dijo:
—Regalanos lo del horno, después vemos cómo nos llevamos las cenizas del Rober.
Y así fue como los restos de Roberto fueron cremados. Las chicas esperaron el proceso completo y cuando las llamaron por el apellido, Anahí le dijo a su hermanita que apurara a comerse las últimas galletitas.
El cadáver de un ser humano de 60 a 70 kilos se convierte en mil quinientos gramos de cenizas, pero las de Roberto pesaban bastante menos, a causa de los estragos de la enfermedad.
Anahí puso sobre el mostrador la caja de galletitas vacía. La empleada se compadeció de las dos hermanas y empezó a llenar la caja de cartón con las cenizas de Roberto, hasta que la caja se llenó.
—¿Qué hacemos con lo que falta? —preguntó la funcionaria.
La hermanita de Anahí tomó el último sorbo de gaseosa y puso la lata arriba del mostrador, muy seria. A Anahí le pareció una buena idea y también hizo lo mismo con su gaseosa.
Los novecientos quince gramos de Roberto entraron exactamente en una caja de galletitas y en dos latas de Coca-Cola.
Las chicas decidieron volver a la Chacarita para buscar la tumba de su madre, que estaba en el sector de tierra, hacer un agujero con las uñas y tirar ahí las cenizas de Roberto. Les pareció lo más lógico: que la familia estuviera junta.
Así que se subieron a un colectivo que iba hasta el Cementerio. Se subieron muy conscientes de que no lo iban a poder pagar.
Cuando el colectivero les pidió el boleto, que en esa época costaba 55 centavos, ellas señalaron la caja de galletitas y las dos latas gaseosas y dijeron:
—No tenemos más que esto.
Y el chofer las dejó subir.