Parece que el Caio está celoso de los amigos de la Carmencita:
—¿Vos nunca pensaste que eras poco para mamá? —le dice el nene, que es un sol—. ¿Que ella se merecía algo mejor?
—No me vengás con temas rebuscados, Claudio —dice el padre—. Si hablamos de tus cosas, hablamos de tus cosas.
El Zacarías se sienta en el banquito de siempre. El Caio por lo general, como es chiquitito, usa las cajas del juego de magia y del equipo de química apiladas, como taburete.
—La Carmencita va a la facultad —empieza el nene—. Tiene un grupito de amigos y toda esa mierda en lata, ¿no? Gente que se mete la camisa adentro y tienen un renault cada uno.
—Unos putos —sintetiza el Zacarías.
—Sí, eso es lo que le digo yo a la Carmen. Pero ella me dice que no, que son buenas personas, y que lo que pasa es que yo soy un metrógrado, o algo así.
—Un metrónomo —corrige el padre—. Los que no tienen ritmo.
—Lo que sea. Pero lo único que está claro es que ella los defiende. Y si los defiende es que un día va a terminar cogiendo con alguno y me va a dejar a mí tirado en una zanja.
—Como que hay Dios.
—¿Entonces qué hago, papá? —suplica mi hijo el del medio, agarrándose la cabeza, impotente.
Se escucha el típico silencio absoluto, que indica que el Zacarías está pensando una respuesta.
—¿Probaste de meterte la camisa adentro y de ir con la Carmencita a vigilarla cuando está con esa gente?
—Dos veces. Pero me pongo como loco porque hablan en clave. Hacen chistes de abogados y se divierten entre ellos. Me dejan afuera.
El Zacarías se ríe:
—¡No digás macanas, Caio! Los chistes de abogados no existen.
—Ellos se creen que sí. Anoche un concheto les dice a los otros: «Este invierno hace tanto frío que vi pasar a un abogado con las manos en sus propios bolsillos».
El Zacarías espera un segundo. El nene se queda callado.
—¿Y? ¿Cómo sigue? —pregunta el padre.
—Según ellos el chiste terminaría ahí —se alarma el Caio—. ¿Ves que son todos putos?
—¿Pero vos le contaste el de la monja que le chupa la poronga a un caballo con gripe? Yo con ése siempre caigo parado en todas partes.
—No, no me dan pie. Pero el otro día hablaban de los hobbies de cada uno: que el escrábel, que las estampillas… Cuando me preguntaron a mí les conté que hago soreting. Y ahora la Carmen dice que no la acompañe más, que no hace falta —se amarga el Caio.
—Entonces es un hecho: tenés que hacer algo urgente porque sinó te la culean entre todos.
—Por eso te preguntaba cómo hiciste, porque mamá también es mil veces mejor que vos, y la enganchaste igual. ¿Ella no tenía amigos hombres cuando ustedes eran novios?
—¡Claro que tenía! —rememora el Zacarías, apretando los puños—. ¡Los putos del taller literario! Se juntaban en El Padrino a mirarle las tetas a tu madre, que se pensaba que los otros iban a leer versitos…
—Se te están poniendo los ojos raros, guarda la úlcera…
—Es que los tengo acá atorados a esos hippies… Iban con unos libritos de poemas; estaban llenos de granitos y de ojeras porque vivían a paja, y se la querían garchar a tu madre…
—Y seguro le hablaban mal de vos.
—¡Pestes! Le decían que yo no la quería a tu madre, y yo estaba muerto por la Mirta —dice mi héroe, apretándose un puño con la palma de la mano (como si lo viera).
—¡Eso es lo que me pasa a mí, papá, justo eso! —se alegra el Caio—. ¿Y vos qué hiciste en tu época?
La voz del Zacarías suena entre académica y troglodita:
—En esos casos hay que elegir si la cagás a trompadas a ella o a los putos. Hay que sopesar. Pero a alguien tenés que cagar a trompadas, porque sinó perdiste.
—Claro, claro.
—En mi caso elegí a los putos, porque eran medios tuberculosos; parecían Santos Discépolo. Y en cambio tu madre de joven era como ahora, robustiana.
—¿Y los cagaste a palos a los hippies?
—No. Les mandé la policía —dice el Zacarías, y no miente—. En esa época era fácil. Llamabas a la cana y le decías que había unos melenudos leyendo libros en la calle tal número tal. Y al rato iban ellos. Era delivery la policía en esa época.
—¿Pero eso no es ser medio buchón, también?
—Dos años después sí —dice el Zacarías—, pero en el setenta y cuatro la cana les pegaba un susto nomás. Les quebraba un brazo, les quemaba un libro…, de ahí no pasaba la cosa. Lo suficiente para que los hippies del orto se fueran de Mercedes. Justo lo que uno quería.
—Una masa…
—Ahora no: ahora hacés la denuncia y hay que hacer un papeleo, te hacen pasear por Tribunales… La justicia de ahora no entiende de amor.
—¡Qué cagada la democracia! —se queja el Caio—. Ahora todo lo tiene que hacer uno. Además los putos de hoy en día no son como los de tu época. Estos comen cereal con fruta, juegan al rugby… ¡Tienen unos brazos como caño de escape los putos!
—Por eso te digo que hay que evaluar a quién cagás a palos, Claudio… Y por suerte Dios te premió con una novia enana. Tenés que tener en cuenta eso, que no pasa todos los días.
—Como una señal sería.
—Claro. La naturaleza es sabia… La Carmencita será muy progresista y muy leída, pero le das un tortazo mediano, hasta desganado, y se le acabó el feminismo… No te lee más la Cosmopolitan en la vida de Dios.
—Eso también es verdad.
Se quedan unos segundos callados, como disfrutando de haber tenido diálogo. Después se escucha un desbande de muebles.
—¡Así es la cosa mariposa! —dice el Zacarías, palmeándose las rodillas y levantándose del banquito—. Subamos para arriba que está por empezar la Fórmula 1.
—Che… —el Caio lo retiene al padre, con timidez—. Yo sé que es medio de putos decir estas cosas, pero feliz Día del Padre.
Silencio incómodo. Yo creo que hasta se oye la garganta del Zacarías llevar y traer saliva.
—Salí de ahí, boludón —suelta por fin, descolocado.
—Yo no tengo para regalos y eso…
—No hace falta —dice el padre en un susurro, y se escucha el plas plas plas de un abrazo, como un aleteo rápido y vergonzoso—. Hacer regalos también es de putos.
—¿Sí, no?
—Más bien —asegura el padre, aclarándose la voz—. Por eso les ponen moñito y papelitos de colores.
Suben abrazados y serios, pero se sueltan ni bien descubren que estamos cerca, como siempre. Después se sientan los dos en el sillón, ponen la carrera y no se hablan hasta el verano.