No fue una decisión estratégica, sino el pánico de que, ya adentro y sin salida, una esquina me dijera: «Acá todavía eras joven». O una calle me dijera: «Acá todavía no eras huérfano».
Después me hice escritor y, quizás por vivir tan lejos, escribí mucho sobre Mercedes, sobre su gente y sus historias. Y aunque en general escribí con cariño, mi pueblo nunca fue un pueblo soñado. Sus señas de identidad eran un regimiento, unos tribunales y una curia; es decir, estuvo siempre infectado por tres oficios espurios: militares, jueces y obispos. También había payasos, panaderos y cantantes, pero muchísimo menos. Nunca logramos ser mayoría.
El problema de los militares, los jueces y los obispos no es solamente el sinsentido de sus oficios, sino que se trata siempre de gente muy mayor. De lo contrario se llamarían chicos violentos, estudiantes sin vocación o adolescentes con sexualidad reprimida.
En mi juventud Mercedes fue una olla a presión en la que se cocinaron mentes conservadoras. Piense, el lector europeo, en el personaje más nefasto de la Argentina. No. Ese no, otro. Piense en uno de bigotes que haya mandado a matar a treinta mil personas en los años setenta. Sí, ese mismo. Correcto. Ese señor nació a diez minutos de la casa de mi infancia; lo vi varias veces entrar a la Catedral a rezar y a recibir la hostia y a arrodillarse.
Cuando empecé segundo grado de primaria, a los siete años, este hombre de bigotes ya era el Presidente (de facto) del país y vino a mi escuela con su disfraz militar y su gorro y sus botas, nos saludó a todos con un gesto marcial y nos regaló una jaula gigante, llena de canarios y de zorzales, que unos soldados empotraron en medio del patio. Éramos chicos y, cuando salíamos al recreo a jugar, veíamos antes que nada un montón de pajaritos enjaulados.
En los ochenta, cuando llegó la democracia, Mercedes se acomodó a un microclima ajeno a las decisiones políticas del país, que empezaban a ser progresistas. Mi pueblo no. Siempre lo gobernó una camada de conservadores rancios, dirigida desde las sombras por los tres oficios más espurios: militares, jueces y obispos… En los noventa nada cambió, por supuesto. En los dos mil, extrañamente, tampoco.
Yo hubiera vuelto cada tanto al pueblo en estos últimos diez años (por lo menos a visitar a mis viejos amigos los panaderos, los payasos y los cantantes) pero desde la muerte de mi padre sentí miedo. Y tenía previsto seguir así, cobarde y ajeno, hasta un llamado de teléfono que ocurrió una semana antes de las elecciones de Argentina.
«Tenés que venir», me decía uno de mis mejores amigos del pueblo, «te voy a buscar a donde digas, pero tenés que venir a dar una charla, a contar cuentos, lo que quieras, porque estamos peleando cabeza a cabeza y esta vez puede ser que no ganen los de siempre; esta vez podríamos ganar nosotros».
Me hablaba de las elecciones municipales; me hablaba de política. Me explicaba, este amigo, que había un montón de gente joven trabajando, y que esta vez, con suerte, el pueblo podía empezar a ser otro: el que habíamos soñado siempre. Me contaba que habían inaugurado un complejo cultural en el barrio La Trocha, donde transcurre una de mis novelas más mercedinas, y que tenía que ir a ver lo bien que había quedado.
Le dije la verdad: que era imposible, que tenía la agenda apretadísima, que podíamos hacerlo en diciembre. Y me respondió con un cachetazo que me llegó desde la infancia, desde el patio de su casa donde tomábamos el Nesquik, desde él y yo riéndonos en el recreo, cerca de la jaula de los pajaritos tristes: «Gordo», me dijo, «soy el Chino, y esto es un pedido personal».
Entonces me metí el miedo en el culo y volví a Mercedes.
Ocho años después de la muerte de mi padre entré por la calle Cuarenta y me reencontré con todos mis fantasmas. Me senté en una mesa, con mucha gente alrededor y leí una docena de cuentos en donde el pueblo, mi pueblo, era el paisaje principal de la trama. Fue extraño, porque en algunos párrafos nombraba a los personajes de los cuentos y esos personajes estaban ahí, sentados en la fila dos o en la fila siete, y yo los podía señalar mientras narraba.
Ya pasó más de un mes de esa reunión pero todavía me conmueve el recuerdo de aquella tarde, que se prolongó hasta la noche. Estaban las personas que me leyeron por primera vez, cuando yo era un chico y escribía en los diarios del pueblo: mis primeros jefes, mis primeros socios de redacción y muchos amigos que no veía desde hacía años, a los que les contaba historias en los bancos de la plaza.
Es verdad: no pasé un minuto entero sin pensar, con tristeza, en mi padre, la persona más mercedina que conocí en la vida, pero sin embargo no tuve nostalgia de mi adolescencia, ni tampoco de mis sueños viejos, porque vi a un montón de chicos con las mismas ganas que tenía yo, a esa edad, de que el pueblo no estuviera dirigido por los tres oficios espurios, ni por sus empleados en las sombras.
Una semana después de mi viaje de retorno ocurrieron las elecciones de Argentina y, como pasa siempre, Mercedes votó al revés que el resto del país. Pero esta vez fue una buena noticia. El flamante alcalde de mi pueblo (allá los alcaldes se llaman «intendentes») es un muchacho de treinta y siete años, que padeció la dictadura de cerca y que se convertirá, en unos días, en el intendente más joven de la ciudad.
Me hace feliz saber que los payasos, los panaderos y los cantantes fuimos por fin mayoría, después de tantos años de aburrimiento. Me hace feliz saber que voy a volver pronto, sin miedo a que mi padre, ni mi adolescencia, ni la jaula de pajaritos tristes me acechen en las esquinas.
Yo no sé si todavía está la jaula horrible en el patio de mi escuela. Pero si sigue ahí, si permanece, sé que le quedan pocos días. Esta vez no va a hacer falta pedírselo a nadie: los canarios y los zorzales van a levantar el vuelo.