Papá, ¿qué corno es el peronismo?
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Más respeto que soy tu madre

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Cuando era chica, mamá me enseñó una propaganda de la radio que decía «jabón federal… evita la refregada». Una mañana que la estábamos tarareando en el recreo, vino una maestra y me dio vuelta la cara de un cachetazo: «¿Qué es eso de Evita la refregada?», me dijo. «En la escuela no se habla de política, González».

Aquél fue el primer golpe que recibí por ser activista política, incluso antes de tener la regla y de saber nada de la democracia. Después la vida se llenó de peronismo y me dieron muchísimos más cachetazos: algunos de izquierda, otros de derecha, pero todos sonaban igual: ¡zácate!, y terminabas culo para arriba… Pero hay algo peor que vivir en un país peronista, y es casarse con alguien que se piensa que Perón y Evita son superhéroes interminables. Porque yo creo, y no es broma, que mi marido se piensa que Perón volaba.

El Zacarías fue una de esas criaturas que un día, durante el hambre de los años cuarenta, recibió uno de los regalos que hacía el General Perón a los chicos pobres. ¡Para qué, madre mía! ¡Qué gran error nacional que fue regalar esos juguetes! Desde ese momento el Zacarías es más peronista que gente, y no le importa un carajo lo que signifique.

Mi marido no votó nunca con la cabeza. Cuando está en el cuarto oscuro mira que la papeleta tenga el escudito y elige eso. ¡Pa’dentro! No le importa nada más: a veces ni mira los nombres. Hace treinta años que está pagando en cuotas los juguetes que le regaló Perón, pobre. Pero peor yo, la burra, que ni siquiera vi esos juguetes y también pago los platos rotos cada cuatro años. 

Esto viene a cuento porque anoche el Caio y la Sofi estaban discutiendo en el patio y entraron a la cocina acalorados, para preguntarle al padre quién de los dos tenía razón:

—Viejo —arremete el Caio—, yo digo que el peronismo es una religión, y la boluda esta me dice que no, que es una enfermedad, como el botulismo. ¿No cierto que es una religión, que vos le rezás siempre a la foto de esa vieja chota con rodete, la que está en el garage?

El Zacarías aprieta un puño, imperceptible, y le tiembla el párpado como siempre que alguien blasfema contra Evita.

—Nada que ver, taradito —argumenta la Sofi—, es una enfermedad de antes, de la época de estos. ¿No, mamá? —me pregunta—. Si vos siempre decís que es una peste que viene de lejos, y que nadie tiene mayormente la culpa…

Trago saliva. Las criaturas se nos quedan mirando con los ojos como el dos de oro, esperando la palabra de los grandes, la respuesta definitiva sobre el peronismo. Mientras, el Zacarías se empieza a desabrochar el cinto por abajo de la mesa.

—¡Viejo controláte que son preadolescentes! —le digo—. Explicáles las cosas con palabras, que los golpes no conducen a nada.

Pero ya es tarde. El Zacarías se levanta, henchido de justicia social, y revolea el cinturón al grito inconfundible de «¡vos no los defendás a estos hijos de puta!». Cuando mi marido dice así es porque no hay tregua posible, y los chicos saben que tienen que salir disparando, saltar la tapia y cortar campo por el terrenito de la vieja Monforte. Es eso o la muerte.

Cinco minutos después, mientras miraba por la ventana a mi familia perseguirse por la calle, cagándose a cinturonazos a la vista de los vecinos, me acordé de esa historia en la que Dios, hace muchos años, estaba repartiendo las virtudes de los países, mientras su secretario anotaba en una libretita.

—Los alemanes van a ser guerreros e implacables —decía Dios, y el secretario anotaba—… Los italianos van a ser trabajadores y espamentosos —decía—… Los yanquis van a ser poderosos y descerebrados —el secretario anotaba—. Los argentinos van a ser buenos, inteligentes y peronistas…

—¡Epa, Jefe! —interrumpió el secretario—. Dijo tres virtudes en vez de dos. Sáquele una a esta gente o los argentinos van a jugar con ventaja y después el resto se queja…

—Vos sabés muy bien que no me puedo echar para atrás, Jaime —dice Dios, pensando en una alternativa a su primera cagada celestial—. Hagamos lo siguiente. Anotálos con las tres virtudes, pero que solamente puedan elegir entre dos.

Y desde ese día, corazones, los argentinos que son como el Zacarías (peronistas y buenos) no pueden ser inteligentes; los que son inteligentes y peronistas no pueden ser buenos; y a los que son inteligentes y buenos —como es lógico— jamás se les ocurriría ser peronistas.

Cuando vuelvan los chicos de la calle, después de curarles las heridas y darles algo de comer, voy a ver si les explico el cuento y se dejan de preguntarle cosas al esquenún del padre.

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)