Papeles rosados: el entorno
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Los consejos de mi abuelo facho

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Mi abuelo Marcos aseguraba que ningún hombre adulto era capaz de tener recuerdos anteriores a los seis años. Entonces redacté todos mis recuerdos de la primera infancia, desde los dos años hasta los seis. Esta ese la segunda parte.

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Lo primero que quise aprender a conciencia fue a no hablar a los gritos y a ser chistoso. 

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En el diario que compraban en mi casa había muchos chistes, pero los dibujos solos no te daban risa, por eso mi mamá me los tenía que leer. Muchas veces cuando me los leía tampoco me parecían chistosos, pero después ella o mi papá me explicaban por qué había que reírse. Los chistes del diario eran cinco: estaba Trudy, estaba Basurto, estaba Quintín García, estaba Perro Mundo y estaba Aranda. Después había otro dibujo, pero no era de chistes. Era de un señor que maneja un barco. Y mi papá decía que eso no era un chiste, y que no tenía gracia. Lejos, el que más me gustaba era Quintín García, porque se la pasaba todo el día durmiendo y nunca quería trabajar. Además, muchas veces a Quintín no había que leerlo, porque te dabas cuenta de lo que pasaba solamente mirando los dibujos. 

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El primer chiste del diario que entendí sin que nadie me dijera nada era uno que Quintín estaba contento porque había conseguido un trabajo. Y estaba contento porque el trabajo era en una mueblería, y lo que tenía que hacer Quintín era meterse en una cama que estaba en la vidriera y dormir todo el día. Era gracioso. 

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Yo sabía que los mejores chistes eran los de Basurto, pero que yo no podía entenderlos porque eran de política. Eran los más graciosos porque mi papá se los contaba a los amigos de él. Los de Trudy eran buenos una vez por semana, el resto de los días eran pavos o no los entendía. Los de Perro Mundo eran raros, y los dibujos eran unos garabatos que los podía hacer cualquiera. Los mejores dibujos eran los de Aranda, que yo me los quería copiar en un papel y ni siquiera me salían bien cuando los calcaba. Pero también eran los más difíciles de entender, no había que leerlos y yo no sabía nunca por qué eran chistosos. Aunque mi papá me los explicaba, nunca entendía dónde estaba la gracia.

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El diario que compraba mi papá se llamaba La Nación, y además de los chistes tenía palabras. Mi papá leía el diario cuando venía del escritorio. Yo miraba cómo lo leía. Lo que mi papá leía eran las palabras, y las palabras eran un montón de letras iguales a las de la máquina de escribir, separadas por espacios. 

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Lo que más le gustaba a mi papá era tener un rato y explicarme cosas difíciles. A mi mamá también le gustaba, pero tenía menos paciencia. Mi papá lo que más tenía era paciencia. Yo no tenía tanta paciencia para aprender, pero sí tenía mucha impaciencia por saber cosas. 

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Yo quería saber cosas para que los demás se sorprendieran, pero a la vez estaba seguro de que no podía aprender, porque las cosas que yo quería saber eran las difíciles. Yo quería leer y saber la hora. Esas eran las cosas más difíciles de todas. 

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Todas las tardes yo salía a la vereda y me sentaba en los escalones de la puerta con el diario y me hacía el que leía. Para que los que pasaban no pensaran que estaba viendo los dibujos de los chistes, tiraba la página de los chistes a un costado, para que se entendiera bien que yo estaba leyendo las noticias. Hacer eso me calmaba un poco la ansiedad por saber, y la poca paciencia para aprender. 

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Pero todavía me quedaba el otro asunto, que era saber la hora. Entonces me ponía el reloj de mi papá en la muñeca y lo miraba a cada rato. Pero eso tenía sus desventajas: primero me quedaba grande y se me caía, segundo que mi papá lo usaba casi todo el tiempo, y tercero que no me dejaban usar el reloj por la calle. La única solución era tener mi propio reloj, y yo cada vez que quería algo muy caro sabía a dónde tenía que ir. Entonces, la siguiente semana que fuimos a San Isidro le dije a mi abuelo que no quería más juguetes, que ahora lo que quería era un reloj de verdad, pero esta vez mi abuelo gritón no hizo lo de siempre, que era salir y comprarme lo que quería. Esta vez que me dijo que me compraría el reloj cuando yo le supiera decir la hora. Y eso a mí me sonó como un no. 

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Cuando volvimos en el auto, mi papá me dijo que íbamos a sorprender al abuelo gritón y que él me iba a ayudar todos los días hasta que yo supiera la hora. Yo pensaba que eso era difícil, pero a la vez pensaba que mi papá, cada vez que decía algo, después iba y lo hacía. Y eso me dejó tranquilo. Desde ahí, cada vez que terminábamos de almorzar en la cocina, mi papá me preguntaba la hora, y yo tenía que ir hasta el comedor y fijarme dónde estaban las agujas del reloj. Yo iba corriendo, miraba y volvía corriendo. Y le decía: la aguja grande está en el nueve y la aguja chiquita está en el dos. Así estuvimos como un mes. 

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Los fines de semana mi papá me empezó a explicar otras cosas y yo las entendía a todas. Y así estuvimos otro mes. Mi papá también me decía que no le dijera nada al abuelo gritón, para que él se pensará que yo ya me había olvidado del trato. Y a mí me parecía bien, aunque tenía mucha ansiedad. Según mi papá, yo iba a saber la hora justo para mi cumpleaños número tres, y ahí le íbamos a dar la sorpresa al abuelo gritón. Pero en un momento mi papá se puso contento porque yo iba muy rápido, y entonces creyó que ya estaba preparado para lo más difícil, que era cuando la aguja grande se pasaba del seis para el otro lado. Yo hasta ahí ya sabía decir: «tres y diez», «cuatro y veinte» y también sabía decir «cinco y media». Pero no entendía qué querían decir los grandes cuando decían «ocho menos cinco». Y eso fue lo que más me costó aprender.

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Un día ya sabía todas las combinaciones, y mi papá estaba más contento que yo. Pero justo cuando yo creía que ya estaba listo, él me dijo que la parte más difícil venía ahora, y eso era que yo no me olvidara nunca. Y a mí me pareció que tenía razón. Entonces estuve todo otro mes mirando los relojes de casa a cada rato, para no olvidarme nunca. 

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Ese verano fuimos a Mar del Plata y ahí estaba mi abuelo gritón. Cuando lo vimos, mi papá me dijo que todavía faltaban dos meses para mi cumpleaños, pero que yo ya estaba listo. Entonces lo agarré a mi abuelo y lo llevé de la mano a una galería. Me paré en la vidriera de un lugar que vendían relojes y le dije que me comprara uno. Y mi abuelo me repitió que yo era muy chiquito para tener reloj, y que me iba a comprar uno cuando supiera la hora. Yo le dije que ya no era chiquito, porque iba a cumplir tres años dentro de dos meses. Y él me señaló un reloj y me pregunto qué hora era en ese reloj. Y yo le dije la hora. Después me preguntó una hora más difícil que había en otro reloj, y yo le dije: «Las siete menos veinticinco». Y entonces mi abuelo gritón lo miro a mi papá, que estaba a un costado, después me miró a mí, y me dijo que entrara y que eligiera el reloj que más me gustara. Y yo salí de la galería con un reloj en el brazo, y caminaba por el bulevar Marítimo como si estuviera enyesado, para que todos me vieran. 

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A los dos meses empecé el jardín de infantes y tenía reloj. El hecho de aprender la hora tan rápido me hizo relacionar muchas cosas, y fue fundamental para lo que se venía, que era que mi papá me enseñara a leer y a escribir. Me acuerdo de que una noche, una semana después de tener reloj, yo estaba tirado en la cama del departamento de Mar del Plata, mirando la hora. Eran las nueve y diez. Yo ya sabía que eran las nueve y diez, pero en un segundo me vi corriendo del comedor a la cocina, diciéndole a mi papá, sin saber qué significaba lo que le decía: la aguja grande en el dos, y la aguja chiquita en el nueve. Nunca antes había relacionado una cosa con la otra. Nunca había pensado que cuando no sabía la hora veía lo mismo que después de saber la hora. Y eso quería decir que las cosas estaban ahí siempre, diciendo algo, y que solamente había que entender lo que las cosas querían decir. 

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Enseguida me acordé de aquello que me había pasado viniendo de lo de Aschero, la tarde en que me perdí. Era lo mismo. Yo estaba frente a algo familiar y conocido, pero no podía verlo con claridad porque tenía miedo. Cuando dejé de tener miedo no empecé a ver otra cosa, vi la misma cosa, pero la pude entender. 

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Yo hasta ese momento, cada vez que iba al baño, me llevaba el diario, y hacía un esfuerzo por entender las letras. Pero lo que veía en cada dibujo era una curva, un contorno, a veces un punto arriba de un palito, y pensaba que los grandes me estaban cargando cuando me aseguraban que ver todo eso de golpe quería decir algo. Pero desde que descubrí aquello, en Mar del Plata, supe que ver las letras sin entenderlas, era como ver las agujas del reloj sin saber para qué estaban allí. Yo ya sabía la hora, había superado el miedo a no aprender. Ya había ganado una batalla. Y además contaba con algo fundamental, que era la paciencia de mi papá. 

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Mi papá tenía más paciencia que yo, y además no mentía nunca. Así que solamente yo tenía que decirle que me enseñara a leer las letras, y él tenía que decirme que sí. Si él me decía que sí, era porque entre los dos podíamos hacerlo. Y un día se lo dije, y él me dijo que sí. Claro que eso no fue tan rápido como aprender la hora. Para eso hizo falta que mi abuelo gritón me regalara primero el libro Upa, y que pasara un año entero de aprendizaje difícil. Entre todas esas cosas, yo tuve que ir al jardín, separarme por primera vez de mi mamá, y aceptar que mi papá y mi mamá, además de mí, empezaban a tener a Florencia, que era una hija, y que era mi hermana. 

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Como me habían dicho que todos los chicos del mundo lloraban el primer día que los dejaban solos en el jardín, yo me pasé toda la noche despierto buscando la manera de no llorar, para sorprender otra vez a todos. Cuando llegué al jardín vi un montón de chicos y un montón de mamás, y no me pareció para nada monstruoso. Como todos los chicos no se soltaban de la mano de la mamá, yo lo primero que hice fue soltarme de la mano de mi mamá, arremangarme el delantal y empezar a mostrarle mi reloj a cuanto grande se me apareciera. Me divertí durante unos minutos, diciendo la hora y viendo como otros chicos de mi edad lloraban con la boca abierta. Yo estaba en el patio, que tenía un alambrado que daba a la calle. Por el alambrado la vi a mi mamá que me llamaba. Mi mamá me dijo que se iba, y que yo no tenía que llorar, porque ella iba a volver a buscarme a las doce menos diez. A mí me gustó que me dijera la hora, y le dije que no iba a llorar. Es más, yo estaba seguro de que no iba a llorar. Mi mamá me saludó y se fue caminando. Y entonces yo vi algo que no había visto nunca en la vida: a mi mamá que se iba haciendo cada vez más chiquita justo en el momento que yo me quedaba en un lugar en el que no había nadie conocido. En el mismo momento en que mi mamá dobló una calle y no la vi más, yo abrí la boca lo más grande que pude y empecé a llorar hasta las doce menos diez en punto. El segundo día lloré hasta las once y cinco. El tercer día lloré hasta las diez. Y el cuarto día me enamoré de Catalina, y ni me acordé de mi mamá. 

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Yo lo que más lamentaba del jardín era que Sebastián era más chico que yo y yo tenía que esperar un año para jugar con él en el patio. Todos los chicos que conocía me parecían mucho más tontos que Sebastián, aunque algunos sabían hablar con más palabras. 

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El jardín me empezó a gustar cuando las maestras empezaron a decirse entre ellas que yo era más inteligente que los chicos de mi edad. Un día, mientras estábamos arriando la bandera para irnos, eligieron a un chico que la arriaba lento. Entonces yo me salí de la fila y dije en voz alta que se apurara, porque me tenía que ir a mi casa a escribir a máquina. A todas las maestras les causó tanta gracia mi chiste que desde ahí empecé a inventar chistes todos los días, diciendo que me tenía que ir a hacer cosas difíciles. A leer el diario, a hacer un balance, a buscar a Perón, a hablar con un cliente en el escritorio, a divorciarme. 

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El día que dije que tenía que ir a divorciarme a las maestras no les causó gracia y la mandaron a llamar a mi mamá. Mi mamá para esas alturas se había puesto gorda, y mi papá estaba nervioso porque tenía miedo de que Florencia naciera justo el día del partido del mundial y él no pudiera verlo. 

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El mundial era el partido más importante, pero no jugaba Racing. 

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Con mi papá íbamos a visitar a mi mamá a la clínica, y de a ratitos nos metíamos al bar de enfrente y mirábamos el partido del mundial. Un día a mi papá no le importó más la copa porque Argentina había jugado tan mal que lo habían echado del mundial. Argentina había jugado tan mal que hasta Perfumo había jugado mal.

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Perfumo era el mejor jugador de Racing. Pero yo no entendía cómo jugaba Perfumo si Racing no jugaba. Para mí Perfumo, Racing y Argentina eran como Diego Palma, San Isidro y Buenos Aires. Lo mismo, pero con tres nombres distintos. 

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El día que nació mi hermana Florencia mi mamá se puso flaca, porque mi hermana Florencia estaba en la panza de mi mamá. Antes de que naciera, mi mamá me preguntó si le poníamos Valeria, Florencia o Guillermina, y como en el jardín había Valeria y Guillermina, y las dos eran feas, y como mi mamá no me preguntó si le podíamos poner Catalina, yo le dije que le pusiera Florencia. A mi papá Florencia le parecía que estaba bien. 

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A mí Florencia me parecía que era linda, pero pava. Mi mamá me decía que era pava porque era chiquita, y que después, con el paso de los meses, ya no iba a ser pava. Yo pensaba que tenía razón, porque al principio Sebastián también era pavo y con el tiempo empezó a ser divertido. 

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Lo malo que tenía Florencia era que le hacía mal Totín, que era el perro que me había regalado el abuelo gritón cuando nací. Así que le tuvimos que devolver a Totín al abuelo gritón. Yo a Totín lo quería, pero si me daban a elegir prefería que se quedara Florencia, siempre y cuando tuviera razón mi mamá y más adelante se pudiera jugar con ella. El que se quedó triste sin Totín fue mi papá, porque mi papá era amigo de Totín. 

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Cuando mi papá se iba a trabajar, mi mamá le hacía el café con leche con anillitos, y mi papá mojaba un anillito y se lo daba a Totín. Totín desayunaba con mi papá, porque mi mamá después de hacer la leche se metía en la cama a dormir. A la noche mi papá se metía en la cama con Totín a ver la televisión y mi mamá se quedaba en el comedor cosiendo. Cuando a mi mamá le agarraban ganas de ir a dormir, mi papá le decía a Totín «chúmbale, Totín» y Totín le empezaba a ladrar a mi mamá para que no se pudiera meter en la cama. Mi mamá le decía a mi papá que no sea estúpido y mi papá se reía y le decía a Totín «chúmbale», hasta que Totín se bajaba de la cama y la corría a mi mamá para morderla. Y mi mamá corría y Totín la seguía, y mi papá, desde la cama, se moría de risa. Eso pasaba todas las noches y yo los escuchaba desde mi pieza, y me parecía que los tres eran graciosos.

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Cuando llegó Florencia a Totín lo tuvimos que mandar a San Isidro y mi papá se quedó triste, porque tenía que desayunar solo y no tenía a nadie para hacerle cosas graciosas a mi mamá. Me acuerdo de una vez que Florencia era bebita y se enfermó y tuvimos que devolvérsela a la clínica para que nos dieran otra. Pero el doctor dijo que se podía curar, aunque estuvo tres días en una cuna con cortinas, y mi mamá y mi papá estaban muy tristes. Mi hermana no podía respirar bien, pero un día volvió a casa y se curó. 

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En el jardín cada vez que había un acto nos pasaban una película y nos explicaban por qué había acto. Nos habían pasado la del 25 de mayo, que era una casa amarilla con torre, y la de 9 de julio, que era una casa amarilla sin torre. Nos sentaban a todos en las sillitas como si fuera el cine, apagaban la luz de la salita rosa y prendían el proyector. Entonces se reflejaba en la pared un dibujo como en la tele, pero que no se movía, y después salía ese y venía otro. Mientras, la señorita Yaya tocaba el piano despacito, y la señorita Isabel nos contaba la historia. A todos los chicos lo que más nos gustaba del jardín era cuando pasaba eso. Entonces, el día que nos dijeron que había que entrar para ver la película de San Martín, nos pusimos contentos. Yo elegí enseguida una sillita en la primera fila y me senté. San Martín era el hombre que aparecía joven en el billete azul y viejo en el billete rojo. Y la película la pasaban porque San Martín se había muerto. 

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El que también se había muerto era Perón, pero a Perón lo pasaron por la televisión y yo lo vi en la casa de mi abuela salada. Para mí Perón era un sacacorchos. Y cuando vi a muchos señores que llevaban un cajón y había gente a los costados, yo pensaba que adentro del cajón estaba el sacacorchos de mi abuela. Entonces fui a la cocina y me fijé si en el cajón de arriba estaba el sacacorchos, y estaba. Entonces en el cajón de la tele había otro sacacorchos. 

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Siempre que almorzábamos en la casa de mi abuela salada, mi abuelo callado se levantaba en silencio, iba a un armario, agarraba una botella y abría el vino. El sacacorchos tenía una cabeza a la que mi abuelo le daba vueltas. Cuando mi abuelo le daba vueltas a la cabeza, las manos del sacacorchos se levantaban a la vez, y mi abuela salada me miraba y me decía: «Perón salió al balcón», y a mí me causaba gracia que el sacacorchos se llamara Perón. Pero me parecía bien, porque mi perro se llamaba Totín. 

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A San Martín, cuando se murió, no lo pasaron por la televisión, pero sí lo pasaron en el jardín. Apagaron las luces y apareció un bebito como mi hermana, pero dibujado. Después apareció un chico grande como los de la sala verde viajando en barco. Después un señor grande como mi tío Toto vestido de soldado. Después ese mismo señor volviendo en barco. Después un señor grande como mi papá arriba de un caballo. Después ese mismo señor abajo de un caballo. La señorita decía que todos los señores eran San Martín. Y a mí me parecía que estaba bien. Después ese señor se subió a una montaña, y ahí a mí me agarraron ganas de hacer caca. Pero quería ver qué pasaba con San Martín. Después ese señor salvaba Perú, que era un equipo del mundial. Después tenía una hija y le escribía cosas en la máquina de escribir. Después se le ponía al pelo blanco y se subía a otro barco. 

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Ahí ya no me importaba qué le iba a pasar a San Martín porque yo tenía que salir de la salita para ir al baño. Me quise levantar, pero cuando me levanté la pantalla hizo mi sombra y los chicos se rieron. Entonces la señorita Isabel me retó y me dijo que me sentara. Yo me senté, y como tenía tanta bronca con la señorita Isabel, agarré y me hice caca. Era impresionante porque, aunque a mí me parecía que ya estaba, la caca me seguía saliendo. Además, como la caca no se iba al inodoro, cuanta más caca salía más se me aplastaba. Después se prendieron las luces y todos los chicos salieron al patio, pero yo me quedé sentado en la sillita porque tenía miedo de que si me levantaba toda la caca se me cayera al suelo. La señorita Isabel me dijo que ya podía salir, entonces me levanté despacito, y la caca se quedó conmigo, pero como caminar era feo, me puse a llorar. La señorita vino y se creyó que me había dado miedo la película, y entonces me alzó. Cuando me alzó hizo cara de asco y la miró a la señorita Teresita, una de sala Celeste de la que yo me estaba enamorando más que de Catalina, y le dijo: «Llamála a Chichita porque el gordo se cagó». Y yo me quería esconder abajo de la mesita. Después vino mi mamá y me llevo a casa en el auto. Yo ya estaba tranquilo porque con mi mamá no me daba vergüenza hacerme caca. Pero cuando llegamos a mi casa estaba la persona que más vergüenza me daba en el mundo, que era el doctor Russi. Russi la estaba revisando a mi hermana, que era bebita, y cuando me vio entrar caminando como un pato, con las piernas abiertas, le dio risa y me dijo que ya era grande para hacer eso, que eso solamente lo podía hacer Florencia que era bebita, y yo me metí en el baño todo colorado, y decía bajito «la puta que te parió, la puta que te parió», que yo no sabía qué quería decir, pero sí sabía que no se podía decir. 

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Para mí, «puta» era tan mala palabra como «parió». Pero un día descubrí que si decía solamente «parió», mi mamá no me daba un sopapo. ¿Cómo era posible eso? Yo no entendía por qué podía ir en la parte de atrás del auto diciendo «parió, parió, parió» muchas veces, y mi mamá como si nada. 

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Un día mi abuelo gritón estaba hablando de algo y dijo que la abuela Beatriz fue una madre que parió cinco hijos, y yo pensé que la abuela Beatriz se iba a poner a llorar, pero no pasó nada. Ahí aprendí los verbos. Parió no era una palabra sola, era una palabra que tenía familia como murió, jugó y aprendió. La mamá de parió era parir, y no era una mala palabra. Se podía decir parió, pero no se podía decir puta a la vez. 

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La abuela salada sabía muchas maneras graciosas de decir malas palabras sin que nadie se diera cuenta. Ella decía la punta del obelisco, que para ella era una mala palabra. Y también decía la República Argentina. La abuela dulce sabía decir que la pan con queso. En cambio, el abuelo gritón decía directamente carajo, mierda y la puta madre carajo, que era la peor.

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El abuelo callado siempre decía yo salgo, y se iba a la quinta. Lo único que hablaban el abuelo callado y la abuela salada era cuando él decía yo salgo y cuando ella decía a comer. Después no hablaban nunca. 

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Mi papá, cuando hablaba por teléfono, decía «¿qué contás de bueno?», y yo no sabía qué quería decir. Mi mamá, cuando contaba una conversación de otras personas, hablaba igual que las otras personas sin decir quién estaba hablando y mi papá siempre entendía. Yo me perdía todo desde el principio. Mi tío Toto, a la hora de comer, agarraba los tenedores y hacía música contra el plato. Era la manera que tenía de decir la puta que los parió. Mi mamá era la única que se animaba a decirle a mi tío Toto que se callara y que comiera sin hacer eso, porque ni mi abuelo callado, ni mi abuela salada, ni mi papá se animaban a decirle nada a mi tío Toto. 

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Un día lo vinieron a buscar a mi tío Toto los soldados y él se fue a un campo a vivir con los soldados. Antes le cortaron el pelo y quedó igual que una foto que había de él cuando era chiquito. Yo me di cuenta de que mi tío Toto no era un señor cuando le cortaron el pelo. Era bastante chico, aunque ya era grande. Pero no era grande como mi papá. A veces íbamos a visitarlo a mi tío Toto al cuartel, y él venía vestido de soldado y hacía chistes. Mi abuela salada estaba triste de que mi tío Toto estuviera con los soldados, pero estaba contenta de que le hayan cortado el pelo. Mi abuelo callado estaba triste de que mi tío Toto no le diera de comer a las palomas, porque mi tío Toto, antes de ser soldado, estaba todo el día con mi abuelo callado, que era el papá de él, en la quinta de los gatos. 

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Yo tenía seis tíos, uno era el hermano de mi papá y se llamaba Toto, los otros eran hermanos de mi mamá y se llamaban Marta, Beto, Macho y Patricia. El último tío era hermano de mi abuela dulce, y se llamaba Germán, pero era menos tío que los otros. Mi tío Toto y mi tía Patricia eran más jóvenes que los demás. Mi tía Patricia era tan joven que ni siquiera había que decirle tía. Todos mis tíos eran buenos. Mi tía Patricia ya era grande porque había cumplido catorce. Para mí la gente era chica hasta que tenía trece, y ya era grande cuando tenía catorce. 

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Lo más chiquito que yo conocía era mi hermana Florencia, y lo más viejo que había era mi abuela Juana, que era la abuela de mi mamá, y la mamá de mi abuela dulce. Mi abuela Juana vivía un rato con mi abuela dulce, y otro rato con mi tío Germán, que era otro hijo. 

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Mi abuela Juana hacía empanadas y no oía bien. Darle un beso te daba asco, pero era la única manera de poder mirar de cerca los anteojos que tenía, que eran de vidrio verde. La abuela Juana fue la primera persona que se murió, y que yo vi muerta en un cajón. 

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Sebastián tenía un tío que se llamaba Lucho y que era arquero. Peti una vez le sacó una foto en donde Lucho estaba en el aire. Sebastián me mostraba la foto de su tío Lucho en el aire y me preguntaba si yo tenía algún tío que volaba. A mí me daba bronca y le decía que mi tío Toto juntaba cuatro palomas, las ataba, y salía a volar. Sebastián iba enseguida y le preguntaba a Negrita, que era maestra, si eso era cierto, y Negrita se reía y decía que con cuatro palomas no, pero que con ocho sí. 

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Negrita era buena. Un día se dio cuenta de que yo me había quebrado un dedo. Mi mamá y mi papá no me querían creer. Resulta que yo me había quedado en la quinta de los gatos con mis abuelos callados, y mi mamá antes de irse al club con mi papá me dijo que me quedara en la quinta y que no me fuera a la calle. Yo le hice caso y me fui a charlar con los Calderón por medio de la ligustrina. Los Calderón eran dos chicos que vivían en la quinta de al lado, y eran ricos. Uno era Gustavo, que era grande, y el otro era Martín, que era como yo. Cuando me puse a charlar con Martín me di cuenta de que él tenía un auto a control remoto que yo había visto en la juguetería Bosié, y le dije si quería venir a mi quinta a jugar con el auto. Él me dijo que no, entonces le pregunté si podía ir yo. Y él me dijo que bueno. Entonces agarré y fui, sabiendo que mi mamá no quería que yo saliera de la quinta. Pero yo fui igual porque iba a volver antes de que llegara mi mamá, que estaba en el club viendo un campeonato que jugaba mi papá. Martín Calderón me hizo entrar, pero no me dejaba jugar con el auto, solamente me dejaba ver como jugaba él. Entonces a mí me agarró bronca y me senté en una reposera. La reposera estaba rota y se rompió conmigo arriba, pero resulta que yo tenía un dedo entre las maderas que se partieron. Entonces, cuando aplasté la reposera, el dedo se quedó adentro y se quebró. Yo no me di cuenta enseguida, pero el dolor empezó a llegar de a poquito. Cuando llegó mucho yo me puse a llorar y Martín Calderón se pensaba que era porque quería el auto a control remoto. Entonces me lo dio. A mí me dolía mucho el dedo, pero más quería jugar, y jugué un rato, hasta que se apareció mi mamá por la tranquera y me llamó a los gritos. Yo fui llorando porque me dolía el dedo, pero mi mamá se pensó que lloraba porque le tenía miedo a ella. Entonces cuando salí me dio un sopapo y me metió al auto. Entonces yo empecé a llorar porque me dolía el dedo, porque me dolía el sopapo y porque no podía parar de llorar para decirle que me llevara al doctor Russi. Cuando llegamos al club, paré de llorar un poco y le dije que me dolía el dedo porque me había caído en la reposera, y mi mamá me dijo «jodéte por no hacer caso a lo que te digo». Y después se bajó del auto y me dijo que yo me quedaba arriba en penitencia. A mí me dolía tanto el dedo que no podía ni hablar, y a la hora vino Sebastián para jugar y yo no podía decirle nada porque estaba llorando cada vez más fuerte. Sebastián la llamó a Negrita, y cuando vino Negrita se asustó porque yo tenía la cara azul, y fue y le dijo a mi mamá que yo no estaba haciendo teatro. Entonces vino mi mamá, me miró el dedo y descubrió que yo tenía el dedo doblado para un lado que era imposible doblarlo, y ahí casi se desmaya. Salimos todos corriendo para la casa de un doctor que no era el doctor Russi, y ese doctor me enyeso el brazo entero durante un mes. Pero después que me sacó el yeso a mí no me dolía más el dedo, pero tampoco lo podía doblar. Y no lo pude doblar nunca más en la vida. Porque el doctor era un tarado. El doctor se llamaba Crivelli, pero mi abuela salada, desde ese día, le empezó a decir doctor Criminelli. Y a mí me daba risa y bronca a la vez. 

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Otra cosa que me dolía eran las inyecciones. A mí me ponían inyecciones cada vez que tenía que faltar al jardín por la fiebre. Y era lo peor que te podía pasar. Cuando yo tenía fiebre venía el doctor Russi, me miraba, me hacía sacar la lengua y después anotaba algo en una libreta y le daba el papel a mi mamá. Para mí el papel decía «van a tener que ponerle una inyección a Hernán», y el doctor se los escribía para que yo no escuchará la mala noticia. Pero siempre, después de que se iba al doctor Russi, mi mamá la llamaba a una enfermera gorda que llegaba y me saludaba como si nada. Entonces yo me ponía a llorar. Mi papá la llamaba a mi abuela salada, que era la única que me podía calmar durante las inyecciones, y mi abuela salada venía corriendo. La única manera que había para que yo no llorara cuando me ponían una inyección era si mi abuela salada me daba la mano. Yo no sé qué hubiera pasado si un día me tenía que poner la inyección y mi abuela no estaba. 

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Cuando yo estaba enfermo le podía pedir cualquier cosa a mi papá, y él, cuando venía del trabajo, me la traía. Yo siempre le pedía Anteojito o Billiken. Mi mamá me traía la comida a la cama y yo estaba toda la mañana mirando los programas de la televisión de la mañana, que eran feos. Primero la televisión empezaba tarde, y había un canal solo, que pasaba Telescuela Técnica. Y después venía Las Manos Mágicas y después El Agente de Cipol, que era lo más aburrido del mundo. 

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A la mañana yo me aburría tanto que una vez mi abuela salada me enseñó a tejer al crochet. Pero cuando vino mi papá a la noche y me vio tejiendo me empezó a cargar y a mí me dio vergüenza y no tejí más. Pero en el fondo me gustaba. La abuela salada, si yo estaba enfermo, me hacía té de ruda. Y mi abuelo callado a veces faltaba a la quinta para quedarse un rato conmigo. 

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A la tarde miraba las mismas cosas que todos los días, pero como tenía fiebre me cansaba de mirar la tele. Y lo único que me entretenía era Piluso. Pero yo me daba cuenta de que la televisión a la tarde era mucho mejor, y me daba lástima los chicos que iban al jardín a la tarde. En una de mis enfermedades de invierno mi papá empezó a enseñarme las cosas del libro Upa, y yo agarré viaje enseguida. Cuando me levanté de la cama me senté en la máquina de escribir y puse «mamá» con acento. El acento había que ponerlo antes de poner la letra que iba abajo. Y me la pasé todo el día poniendo cosas con acento. La que mejor me salía era mi nombre, que tenía acento: «Hernán». Los nombres iban con mayúscula, y la H era muda. 

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Ángel era un amigo mío que también era mudo. Ángel iba a la casa de Celia, que vivía al lado de mi casa. Mi mamá cada dos por tres me dejaba ir a jugar a la casa de Celia, que era grande. Celia tenía mamá y papá. La mamá se llamaba Otilia y el papá se llamaba Roberto, como mi papá. Celia, además, tenía dos hermanas y un hermano. Las hermanas eran Inés y Anahí, y el hermano era el Lobo. Todos se llamaban Varela, y nosotros nos llamábamos Casciari. Cuando yo estaba en lo de Celia, mi mamá decía que yo estaba en lo de Varela. También decía que yo estaba acá al lado. Todos los Varela eran los vecinos, y nos llevábamos bien. Yo a Otilia le decía tía Otilia, pero no era mi tía. Cuando Florencia empezó a hablar, hablaba mal, y no le decía tía Otilia, le decía «Totía», y era tan gracioso que todos empezamos a decirle Totía. Celia, sus hermanos, Totía y el marido trabajaban en una librería, y vendían plasticola violeta. En la pieza de Totía había un armario, y en el armario había muchas cosas que se vendían en las librerías. Yo a veces iba al armario y me pasaba toda la tarde mirando los cuadernos, los mapas, las gomas de pan, los lápices y los compases. Lo que más me gustaba era el olor que tenía cada cosa. Totía tenía una máquina de escribir más pesada que la de mi papá, y era la persona que escribía con la máquina más rápido. No se le veían los dedos. Las letras de la máquina de mi papá eran blancas, pero las letras de la máquina de Totía eran doradas. En lo de Celia había una biblioteca con libros. En mi casa no. Los libros de la casa de Celia no tenían dibujos, solamente tenían palabras. Yo trataba de aprender todos los ejercicios que me enseñaba mi papá del libro Upa para saber qué decían los libros de la casa de Celia, y para leer los chistes de La Nación sin preguntarle a nadie. Como mi hermana era chiquita y mi mamá tenía que cuidarla, yo me pasaba todas las tardes en la casa de Celia. A la casa de Celia venían dos chicos de mi edad que eran hermanos: uno era Ángel, que era mudo, y la otra era Andrea, que era linda. Yo jugaba con ellos y con Celia, que era de la edad de mi tía Patricia. Cuando me quedaba a comer en la casa de Celia a veces cocinaba Inés y a veces cocinaba Totía. Y lo que más cocinaban eran unos churrascos finitos, que eran los más ricos de todo el mundo. El olor del mantel de la casa de Celia era lindo, y en la casa de Celia yo no miraba televisión, sino que dibujaba, escribía palabras nuevas o jugaba con unos palos de madera arriba de la mesa. Inés, a veces, me mostraba mapas, porque ella estaba todo el día calcando mapas. Inés tenía un novio que se llamaba Lalo y era grande. Lalo era bueno y tenía la cara como un león. Anahí era flaquita y tenía un novio que se llamaba Juan Carlos, que era petiso y tenía una bicicleta. El Lobo tenía barba y la voz gruesa. El papá se llamaba Roberto y cuando venía de la librería tomaba mate. Una vez el papá de Celia se murió y tuvimos que ir en auto avisarle al Lobo, que estaba en la librería. Bajó Celia y le dijo que se les había muerto el papá, y el Lobo salió gritando y le pegó una trompada a la persiana. Yo pensé que el Lobo se había enojado con Celia. Después de que se murió el papá de Celia, mi mamá estuvo como una semana sin mandarme al lado. Yo los extrañaba. 

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Cuando a mi casa venían Papá Noel y los Reyes, también me dejaban regalos en la casa de Celia. Muchas veces Papá Noel compraba los regalos en la librería de Totía, y otras veces los sacaba del armario. Los regalos que me dejaban los Reyes en lo de Celia eran buenísimos, y yo los usaba para practicar las cosas que me enseñaba mi papá del libro Upa. Cuando íbamos a San Isidro, mi abuelo gritón se sentaba conmigo y me preguntaba cuántas cosas nuevas había aprendido del libro Upa. Y después de la siesta, también me enseñaba a leer y a escribir. Mi abuelo gritón tenía en la pieza una biblioteca mil veces más grande que la de los Varela, y me decía que cuando yo fuera grande tenía que leer a los rusos. Los libros de mi abuelo gritón tenían las hojas finitas y todas las tapas eran iguales. Los tenía guardados atrás de unos estantes con vidrio y cerrados con llave. Yo cuando iba a San Isidro solamente quería mirar los libros y las cosas que tenía mi abuelo gritón en su pieza.

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El manuscrito de papeles rosados termina así; está claramente inconcluso. Es muy probable que en aquella época hubiera previsto un tercer capítulo que, tras perder el original, dejó de tener sentido.

Hernán Casciari