Ahora ya no faltaba nada más, solo que llegaran muchos clientes desde el pueblo, con las gargantas secas de sed.
Recorrió las cinco leguas hasta el pueblo colocando carteles en todos los árboles del camino. «Bar La Luna, abierto desde esta noche». Cada cartel que ponía en un tronco, se lo quedaba mirando, lleno de orgullo.
Durante su caminata hasta el pueblo Pepe fantaseó con que, de allí en adelante, docenas de vecinos irían a caballo a su bar y todos serían felices conversando y bebiendo.
Pero cuando llegó a la plaza no pudo entender lo que veía. Hasta pensó que había equivocado el camino, y que estaba en un pueblo diferente. Parecía que hubiera pasado una guerra.
Las farolas y la fuente de la plaza estaban destrozadas. Los vecinos caminaban en círculos hablando solos, y había corrillos de hombres y mujeres discutiendo y peleando.
—¿Qué ha pasado aquí? —le preguntó Pepe a Horacio, que lloraba contra una farola.
—¡Ay, Pepe! ¿No lo sabes? —sollozó Horacio—. Todo el mundo enloqueció con los papelitos. Con los míos, con los de Carmen, con los tuyos… ¡Con todos! De pronto empezó a haber más papelitos que monedas, más tarde ya no hubo monedas, después desaparecieron los caballos, y entonces el Alcalde se escapó del pueblo, y los vendedores de Fajos de Ernesto quebraron, y los revendedores de Tranquilidad de Quique no pudieron pagarle a nadie y escaparon por la noche… Y ahora todo el mundo está en la ruina…
—¿Qué diantres es eso de «fajos de Quique» y «tranquilidad de Ernesto»?
—Es largo de explicar —dijo Horacio.
—¿Y tu proyecto, y el de Carmen?
—Mi heladería fracasó: no hay caballos para ir a buscar hielo a la ciudad. Y Carmen no tiene clientes en su peluquería, ¿no ves que todos se están arrancando los pelos con sus propias manos?
Pepe se quedó en silencio.
—Necesito una bebida —dijo Horacio.
—Tengo la garganta seca —dijo Luis.
—¿Has abierto ya tu famoso bar? —preguntó Sabino. Y otros también se acercaron.
Pepe supo que, sin caballos en el pueblo, nadie podría ir nunca a su bar de las afueras, y entendió también que jamás podría devolver las diez mil monedas a nadie.
Y entonces vio, en el medio de la plaza, a Moncho. Sus caballos eran los únicos que quedaban en la región, y arrastraban tres carros con dos ruedas cada uno, en forma de tren. Allí se iban subiendo muchos vecinos. Otros hacían una larga fila para esperar subir.
—¿A dónde los llevas? —le preguntó Pepe a Moncho.
—¡A tu bar! —dijo Moncho, con una enorme sonrisa—. ¡A La Luna!
Un cartel, colgado en la fuente rota, decía:
«Moncho hace viajes a La Luna, salidas por una moneda. Regreso gratis».
—¿Sabías que iba a ocurrir esto? —le preguntó Pepe, abrazándolo—. ¿Sabías que todos se iban a quedar sin caballos?
—No —dijo Moncho—. Solamente sé que la gente puede ir a un bar a caballo, pero nadie puede volver de un bar a caballo. Y como yo no bebo, pensé que mi negocio podría ser el de llevarlos y traerlos de La Luna.
Pepe se subió al primer carro y grito:
—¡Vamos entonces a La Luna! ¡Bebidas gratis el primer día!
Y todo el pueblo aplaudió.
Querido niño: en el mundo real, las historias de Pepes que montan bares, o las historias de Monchos que hacen viajes a la Luna, casi nunca tienen el final feliz de los cuentos. En medio siempre aparecen Quiques, Alcaldes, Ernestos y edecanes que lo echan todo a perder. Pero cuando sí funcionan, cuando algo mágico ocurre, se llaman sueños. Y suelen ser muy divertidos.