Cuando llegó el día de la inauguración, Pepe se levantó muy temprano y caminó tranquilo hasta el pueblo. De lejos vio la fachada de su bar, con el cartel luminoso a todo trapo. El bar se llamaba La Luna, como lo había bautizado Moncho el primer día.
Ya habían pasado más de veinte días desde el inicio de las actividades cuando los vecinos del pueblo descubrieron que algunos proyectos ya estaban casi terminados, y en cambio otros seguían en pañales. A Pepe solo le faltaba montar el palenque para que los caballos de los clientes pastaran fuera del bar.
Habían pasado solo siete días y el hogar de Pepe ya no parecía una casa. En el comedor había una barra de madera lustrada, el baño se había convertido en dos baños (uno para las damas, otro para los caballeros) y las paredes estaban a medio pintar de un azul marino intenso. Pepe estaba feliz con el progreso de su proyecto, y ya estaba colocando en la fachada el cartel luminoso de su flamante bar.
Érase un pueblo tranquilo en el que habitaban muchos vecinos tranquilos. Todos llevaban una vida agradable y sencilla y cada uno deseaba prosperar. Pepe era uno de ellos. Una tarde Pepe salió a caminar por el pueblo y tuvo sed. Siguió caminando y tuvo más sed. Cuando volvió a su casa, y mientras descorchaba una botella, descubrió algo que nadie había descubierto antes: en el pueblo no había bares.
¿Y qué pasa si el viejo sueño revolucionario, comunista y utópico, de un mundo libre de vil metal acabara siendo, qué paradoja, el fin último del capitalismo? ¿Qué pasaría si realmente pudiéramos vivir sin dinero en efectivo, sin billetes ni monedas? Solos con nuestras tarjetas de créditos. ¿Se podría?
Aquí en España existe una organización que se llama OCU —Organización de Consumidores y Usuarios— que intenta, casi siempre con poca suerte, defender a las personas comunes de los despropósitos de las grandes empresas de servicios.