Papelitos: semana 1
7m

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Papelitos

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Érase un pueblo tranquilo en el que habitaban muchos vecinos tranquilos. Todos llevaban una vida agradable y sencilla y cada uno deseaba prosperar. Pepe era uno de ellos. Una tarde Pepe salió a caminar por el pueblo y tuvo sed. Siguió caminando y tuvo más sed. Cuando volvió a su casa, y mientras descorchaba una botella, descubrió algo que nadie había descubierto antes: en el pueblo no había bares.

Pepe pensó que si montaba un bar podría ser feliz y hacer felices a otros dándoles de beber. Y además, ganar dinero.
Durante dos noches Pepe hizo un listado de lo necesario para montar el primer bar del pueblo: primero necesitaría diez mil monedas para comprar mesas, sillas, copas, bebidas y un palenque para que los parroquianos dejaran sus caballos; después le harían falta dos semanas para convertir su casa en un bar; y más tarde otras dos semanas para tener las mesas repletas de vecinos sedientos.

Su amigo Moncho, que esa tarde pasaba por allí, le dio un excelente nombre para el bar.

Por supuesto, Pepe no tenía diez mil monedas, pero durante la noche se le ocurrió una buena forma de conseguirlas. La tarde del sábado recortó mil papelitos y escribió en cada uno de ellos «Próximamente, bar de Pepe». El domingo, después de misa, se fue a la plaza del pueblo vestido con su mejor traje:

—Queridos vecinos, voy a montar un bar a las afueras del pueblo —dijo, y todo el mundo dejó de conversar para mirarlo.

—¡Qué gran idea! —exclamó Ramón, con su cigarro en la boca.

Pepe se sintió cómodo con la atención de todo el mundo y mostró en abanico los papeles recortados.

—Cada uno de estos mil papelitos cuesta diez monedas —les dijo Pepe a sus vecinos—. Quien me compre un papelito deberá guardarlo y no perderlo, porque de aquí a un mes, cuando mi bar tenga clientes, entregaré doce monedas por cada papelito que vuelva a mis manos.

—¿Pero no costaba diez monedas cada papelito? —preguntó Moncho, al que todos tenían por el tonto del pueblo—. ¿Por qué vas a regalar dos monedas?

—No es regalar, Moncho, es compensar. Compensaré a los que me ayuden a cumplir mi sueño, que es el de tener un bar en las afueras del pueblo.

—Tiene sentido —dijo el Alcalde—, mucho sentido.

—Me parece muy bien —sopesó Ernesto, que era rico y entendía de negocios.

—¡Qué gran idea! —dijo el cura Francisco, y rebuscó en sus bolsillos.

De ese modo tan simple, y en una sola mañana de domingo, Pepe consiguió el dinero para montar un bar: entre todos le entregaron diez mil monedas exactas por la venta de mil papelitos.

—Yo le compré dos papelitos —dijo Sabino, que era pobre y optimista.

—¡Yo treinta y seis! —exclamó Quique, que era codicioso y altanero.

—Yo le compré cinco papelitos, y pienso emborracharme en ese bar para celebrar el negocio más fácil de mi vida —dijo Luis.

Y todos rieron.

Pepe se fue a su casa ese domingo con las diez mil monedas en la mochila y se durmió pensando en su bar.

El lunes por la mañana viajó a la gran ciudad y compró madera para construir un mostrador robusto. Volvió a su casa y se puso a trabajar. No pasó por la plaza del pueblo en toda la semana. Es decir: no se enteró de que había encendido, entre sus vecinos, un extraño furor por los papelitos.

La plaza del pueblo estaba llena de gente, y eso era muy raro para un lunes. Varios vecinos habían pasado la noche entera recortando y escribiendo sus propios papelitos, porque habían descubierto que también ellos tenían proyectos para ofrecer.

Unos papelitos decían «En breve Heladería de Horacio». Otros decían «Muy pronto Peluquería de Carmen». Incluso algunos decían «A fin de mes Moncho hará viajes a la Luna».

De pronto, la plaza se convirtió en un lugar atestado: los vecinos se subían a las farolas, o se trepaban a la fuente, para comprar o vender porciones de nuevos proyectos.

Esto ocurrió el lunes y el martes fue todavía peor. El miércoles ya no se podía caminar por la plaza. El Alcalde tuvo que poner orden y habilitó un lugar cerrado para que los vecinos pudieran reunirse sin destrozar los espacios públicos. Este pequeño local se inauguró el jueves por la mañana y fue bautizado con el nombre de Salón de los Papelitos.

Y así ocurrió que el viernes todos los que tenían un proyecto ya habían conseguido las monedas necesarias y se habían puesto a trabajar. Horacio buscaba los mejores sabores para su heladería, Pepe serruchaba la madera para el mostrador de su bar, Carmen afilaba tijeras para su flamante peluquería y Moncho compraba dos caballos para hacer viajes a la Luna.

Solamente quedaban, en el Salón de los Papelitos, un puñado de vecinos a los que nunca se les había ocurrido ningún proyecto interesante para llevar a cabo. Lo único que tenían estos vecinos eran papelitos.

—Necesito dinero para cigarros —se quejó Ramón en voz alta—. Hace unos días le cambié este papelito a Pepe por mis únicas diez monedas, pero la tabaquería de Raúl no me acepta papelitos, y necesito fumar.

—¡A mí me pasa lo mismo! —dijo Luis— ¡Quiero ir al cine y tengo los bolsillos vacíos!

Los murmullos fueron cada vez mayores.

—En tres semanas Pepe le dará doce monedas a quien le devuelva este papelito —dijo Sabino, con los ojos brillosos—. ¡Vendo mi papelito, ahora mismo, por nueve monedas!

—Trato hecho —exclamó Ernesto, que era rico pero quería serlo todavía más, y le arrancó el papelito de las manos a Sabino.

Ramón y Luis también vendieron su papelito por menos de diez monedas y, mientras uno corría a comprar cigarros y el otro al cine, los demás vecinos vieron que aquella era una nueva forma de hacer negocios, aunque ya no hubiera proyectos que vender.

Algunos se subieron a las sillas, otros a las mesas, y empezaron a ofrecer lo que tenían.

—¡Cambio cuatro papelitos de Horacio por dos papelitos de Carmen!

—¡Entrego ocho papelitos de Moncho y mi caballo por cincuenta monedas!

Cuando entró al Salón el cura Francisco, todos hicieron silencio.

—El día que Moncho puso a la venta sus papelitos —dijo el cura—, yo le compré algunos porque Moncho es tonto: los vende a siete monedas y devolverá quince. Pero ahora necesito monedas para arreglar la campana de la iglesia. Pongo a la venta mis papelitos de Moncho a seis monedas cada uno.

—¿Cuál es el proyecto de Moncho, padre? —preguntó Quique.

—Está construyendo un carro muy largo, tirado por dos caballos —dijo el cura—, el pobre quiere hacer viajes a la Luna.

Quique hizo un gesto negativo.

—¿Y si te los dejo a cinco? —regateó el cura Francisco.

—Los compro por cuatro, padre —dijo Quique, con gesto de limosna dominical.

—¡Ah, Dios te bendiga, hijo mío!

Querido niño: en el mundo real el Salón de los Papelitos se llama Bolsa de Valores. Mientras que los papelitos pueden tener dos nombres: Bonos u Obligaciones. Las doce monedas que pagará Pepe cuando el bar se llene de parroquianos (o las quince monedas que pagará Moncho cuando logre ir a la Luna) se llaman Valor Nominal del Bono.

Hernán Casciari