Paranoias del nuevo rico
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Pausa

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Hace unas semanas estuve en Barcelona, visitando a mi hija, y vi a siete policías pegándole a un negro que vendía carteras falsas en una manta, en Las Ramblas. El pobre negro vendía carteras justo enfrente de la vidriera de Dolce & Gabbana, donde se vendían las originales. Es muy loco. En la vidriera de Dolce & Gabbana hay carteras chiquititas, de cuero, a ochocientos euros. Y a veinte metros, en la vereda, los inmigrantes marroquíes venden unas idénticas, pero idénticas, a quince euros.

Claro. Como las carteras de adentro y las de afuera tienen el mismo color, el mismo diseño, el mismo logo, a la tarde llega la policía. ¡Pero no se llevan preso al hijo de puta que vende carteras a ochocientos euros! No. Se llevan preso al marroquí, al inmigrante, al negro, por molestar a los nuevos ricos con una realidad escandalosa: el verdadero precio de las carteras.

A los millonarios de toda la vida les importa un pito que la gente más pobre, la gente común, compre falsos Rolex o falsos Ray Ban o falsos complementos de Armani. Ellos están en otra nube, viven en el limbo de los que consumen productos imposibles de falsificar. Mientras no haya vendedor ambulante capaz de imitar un yate, los verdaderos ricos estarán tranquilos. No son ellos los que llaman a la policía para que metan preso al marroquí que vende carteras.

Hay mucha gente que se está haciendo rica de golpe en Europa, son ricos sin pedigrí, millonarios de sopetón. Gente que no tuvo una familia poderosa en el pasado ni una educación ricachona desde la cuna. Los nuevos ricos son, ante todo, ricos asustados de perder la brújula de un estatus que nunca se merecieron.

El estatus es un galardón de prestigio, casi siempre falso, que se da en todas las clases sociales. Mi viejo contaba, con orgullo, que en la época de Alfonsín, de la hiperinflación, él robaba la bolsa de basura de los vecinos y la metía en casa, a escondidas, para después salir a la calle con su propia bolsa de basura y que el barrio entero viera… que el barrio supiera que teníamos basura para tirar. Tener algo que tirar en esa época también era un síntoma de estatus.

El nuevo rico se compra una carterita de ochocientos euros no porque le guste mucho el producto en sí mismo, sino porque la cartera tiene un código común, la marca; este símbolo indica su valor comercial en el mercado de las cosas.

Se trata de un código no secreto, no oculto, un código que va a entender todo el mundo a simple vista; es como si el producto tuviera el precio grabado a fuego y ellos pudieran así generar la envidia de los imbéciles.

El mercado de la falsificación es, por lo tanto, el infierno de los superficiales.

Lo peor que le puede pasar en la vida a un frívolo es que otro frívolo, por menos plata, pueda ostentar sus mismos códigos de grandeza, aunque sean imitaciones vulgares de los códigos reales, aunque las costuras sean pésimas y se destiñan al segundo lavado.

A los nuevos ricos no les importa realmente la calidad de lo que tienen, solamente les importa la seguridad de saber que nadie más que ellos puede conseguirlo. Para ellos, una marca indica la seguridad de la subsistencia, la grieta que lo separa de la antigua vida de mierda que tuvieron.

Recordemos que no han sido ricos siempre: son nuevos, son torpes en el malabarismo de la opulencia. Hace poco eran envidiosos de los verdaderos ricos, eran resentidos de la vida de los otros, por eso ahora se desesperan para no caer otra vez en la miseria, por eso cuando se cruzan con un mantero, con un inmigrante que en la vereda de enfrente ofrece códigos de estatus a todo el mundo, a un precio ínfimo…, el nuevo rico se siente estafado.

«Yo quiero que me estafen las grandes marcas», parece decir el nuevo rico, «Yo quiero que una cartera de mierda me cueste muchísima plata, necesito demostrar que puedo despilfarrar y alardear, pero no soporto que me estafen otros, prefiero que me quiten la plata que me sobra y no la autoestima, porque de eso no tengo nada», dice el nuevo rico.

Por eso el nuevo rico llama a la policía para que se lleven preso al mantero.

«Policía, venga rápido a la esquina, que hay un delincuente, en la calle, ofreciendo a la población cosas inútiles a precios razonables. ¡Apúrese, oficial, que hay muchos pobres a punto de convertirse en ricos falsos!».

Hernán Casciari