Me molesta perder mis propias palabras. En cualquier momento empezaré a perder el pelo, y no me preocupa en lo más mínimo. Ayer me descubrí canas en la barba (no una: varias) y tampoco pasó nada. Esas pérdidas, las del tiempo, me traen sin cuidado. Pero hay otras, las del espacio, que sí me dan miedo. Hace un año empecé a perder el acento, y paulatinamente voy perdiendo formas verbales y palabras. Eso, más que cualquier otra cosa, es argentinamente desolador.
La primera vez que me pasó fue hace dos años, hablando por teléfono con un amigo de Mercedes. En vez de decirle ‘la ruta’ le dije ‘la carretera’. Del otro lado de la línea la carcajada fue ominosa. (Lo peor es pensar que el otro piensa que uno lo hace adrede). Qué pelotudo se siente uno, cuando pierde sus palabras y utiliza otras que no le pertenecen. Personalmente me siento un ladrón tonto, un ladrón que roba lo que no le hace falta.
Hace un año, en un taxi, en vez de decir ‘Guiyermo’ dije nítidamente ‘Guiliermo’. Me salió del alma: eso es lo peor. Uno sabe cuándo lo hace a drede y cuándo no. Si estás hablando con un nativo, lo mejor es limar los yeísmos, más que nada para que te entiendan. Pero cuando estás hablando con alguien que sabe quién sos, no hace falta esa diplomacia, esa tilinguería. Y ahí es donde duele descubrirnos en un renuncie.
No hace mucho, necesité explicar en medio de una conversación que un libro estaba editado con pequeños detalles de calidad. Estaba conversando con argentinos recién llegados, y solamente me salieron dos adjetivos españoles: ‘este libro es una cucada‘, o ‘este libro tiene muchas virguerías‘. Obviamente no me entendieron, y me desesperé. Busqué con la mirada a un amigo que había llegado a este país casi conmigo y le pregunté:
—¿Cómo se dice cucada o virguería en argentino?
Nada. Nuestros adjetivos habían volado. Llegamos a recordar un par (pituco y petitero) pero sabíamos que estaban pasados de moda. Y entonces además de idiotas, nos sentimos viejos.
Hay algo todavía peor. Mi hija, cuando aparezca en este mundo, no me dirá papá. Es una de las cosas que más me desesperan. Me dirá papa. En Catalunya, por alguna razón secreta y detestable, a los padres se les llama así, papa, es decir: tubérculo. Mi hija me dirá tubérculo, y tendré que cargar con eso de por vida. Es muy feo ser un integrante del Colectivo de gente que pierde el colectivo. ¡Ostia puta, tío!