Todos pasamos por esta «tercera cosa» alguna vez: hay un momento, al despertar, justo antes de abrir los ojos, que se parece a la demencia: sabemos que estamos vivos, pero no sabemos nada más. No hay una palabra en castellano para nombrar esto. Yo lo bauticé con dos palabras, una en francés y otra en alemán: petit alzhéimer, le puse. Porque es eso. Es un segundo al despertarnos donde no sabemos nada.
Me pasó por primera vez a los nueve años: yo me había quedado a dormir en la casa de un amigo y cuando me desperté no reconocí la puerta, ni el olor de la sábana, ni el mes, ni el año. La luz de la ventana me llegaba desde un ángulo raro… y no supe dónde estaba. Me gustó tanto ese rato de angustia que empecé a buscarlo, desde los diez, doce años. Quise provocar que me pasara más seguido esa tercera cosa entre la vida y el sueño. Adivínala, me decía Machado al oído: ¡Adivínala!
En general todo el mundo prefiere las respuestas antes que las preguntas, por eso se venden más los libros de autoayuda que las novelas buenas. A las personas les provoca tanta angustia este petit alzhéimer que necesitan salir enseguida de la duda: abren los ojos, enfocan la habitación…
Yo debo tener algún trauma no resuelto, porque (¡al contrario!) disfruto la sensación de no saber nada. Con los años aprendí a estirar la duda, a quedarme quieto en la cama con los ojos entrecerrados, a no moverme, a no tragar saliva, a no enfocar el techo para que la incertidumbre no se vaya.
Descubrí que solamente puedo engañar al cerebro cuando me despierto en un lugar imprevisto. Sobre todo, me pasa cuando me despierto en las siestas. Me encantan las siestas.
No es lo mismo dormir de noche que hacer la siesta, porque al sueño nocturno lo tenemos domesticado. Sabemos para qué sirve; nosotros lo buscamos y él aparece, leal y pesado, como un san bernardo. En cambio, la siesta es como una gata de Angora: llega lánguida cuando se le antoja, prefiere los sofás más que las camas —mucho más que las camas—, actúa como si nos hiciera un favor. La siesta es una gran compañera para alcanzar el petit alzhéimer.
Cuando vivía con mi hija Nina, en Barcelona, yo la incomodaba mucho a ella, pobre; sobre todo cuando ella volvía de la escuela con sus amigas para merendar y me encontraba durmiendo la siesta abajo de la mesa de la cocina. Una tarde la escuché disculparse con sus compañeras: «No os preocupéis », les dijo, «mi padre es un poco latinoamericano».
La curiosidad por el petit alzhéimer me empezó en la infancia. Después perfeccioné la técnica: en la adolescencia llegué a aguantar quince segundos sin saber nada. Una mañana de mi juventud estuve medio minuto en la cama sin saber quién era. Y a los treinta años, con mucha práctica, pude traspasar la frontera del minuto.
Ahora tengo más de cuarenta años y puedo alcanzar el petit alzhéimer cuando se me antoja. Como en el resto de las actividades del ser humano (la guitarra, el sexo, hacer plata), después de mucha práctica se consigue siempre un estilo propio.
Ahora, en mis largos momentos de petit alzhéimer, me despierto de la siesta y consigo una especie de perfección. No me acuerdo de nada, no tengo pasado ni futuro. Nunca sé en qué año estoy, ni si acabo de despertarme en Buenos Aires o en Barcelona, ni si estoy en la época en que era flaco o en la época en que era gordo, ni si tengo plata o soy un muerto de hambre, ni si ya nació mi segunda hija o todavía no soy padre de nadie, ni si conseguí publicar mi primer libro o me dedico a otra cosa, ni si la mujer que amo ya apareció en mi vida, ni si hay examen de historia y anoche no estudié, ni si tengo deudas peligrosas o estoy llegando tarde a un viaje, ni si me queda la última raya en el papel o si eso ya no me importa, ni si mi padre ya se murió o sigue jugando al tenis, ni si el doctor ya me avisó que tengo cáncer o todavía puedo dormir sin llorar.
Cuando me despierto de la siesta no sé si ya estoy muerto y puedo seguir durmiendo, o si acabo de nacer y tengo que recitar sin culpa unos versos de Pessoa que me encantan. (Porque esto empieza y termina con unos versos; no hablo de este relato, hablo de la vida entera).
Siempre que salgo victorioso del petit alzhéimer recito unos versos portugueses de Fernando Pessoa para despedir la siesta. Abro los ojos y digo:
No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.