Prólogo para padres
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Papelitos

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En medio de la debacle financiera de 2013, cuando todos los noticieros hablaban de default, deuda pública y valor nominal, descubrí con un poco de vergüenza que no entendía nada sobre el mundo bursátil. Y también sospeché que a otros adultos les pasaba lo mismo.

Entonces decidí dos cosas. Primero informarme un poco, y segundo escribir una historia al estilo de las fábulas clásicas para la siguiente edición de la revista Orsai.

Cuando le conté a mi hija Nina, de nueve años, que estaba escribiendo un cuento que se llamaba «Papelitos», me pidió todos los detalles.

—Es un cuento infantil para entender el sistema financiero.

—¿Y por qué? Si los que leen tus cosas son gente grande.

—Es que nosotros tampoco entendemos.

—¿Y qué es el sistema ese?

—¿Viste lo que hablan en los noticieros últimamente?

—De que los bancos hicieron algo malo con una bolsa.

—Algo así. ¿Vos entendés las palabras que usan? ¿Sabés qué es una aseguradora de riesgos, por ejemplo, o un crédito blando?

—No. ¿Y vos?

—Yo tampoco. Por eso estoy haciendo un cuento en el que todo pasa en un pueblo chiquito, de gente tranquila, en donde hay un señor que quiere poner un bar y le pide plata prestada a los vecinos.

—¿Y después qué pasa?

—Después se pudre.

—¿A ver? Leéme lo que tenés escrito —me dijo, y así empezó todo.

Desde ese día, mi hija se convirtió en mi editora. Cada noche me preguntaba si había escrito algo más. Si yo le decía que sí había escrito algo, ella me pedía leerlo. Si yo le decía que no había podido escribir nada, me recordaba la fecha de cierre de la revista.

Lo increíble es que a mí me servía un montón su mirada, porque cuando ella se trababa en una frase demasiado adulta, yo sabía que tenía que simplificar el párrafo.

Fueron dos o tres semanas inolvidables. Mientras el mundo se hundía en una crisis económica absurda, Nina y yo empezábamos a trabajar codo a codo en algo, por primera vez. De repente, de un día para el otro, yo la miraba de reojo y ya no veía a una bebé.

Escribí y reescribí con su ayuda. Un día creí que había terminado el cuento y le di a leer el capítulo cinco, que en su primer borrador tenía un final un poco forzado. Y ella me dijo:

—Los chicos no somos tan pelotudos, papá. Escribí ese capítulo todo de nuevo.

Y tenía razón. El cuento quedaba sin equilibrio con ese final que yo había escrito. Era un final apurado que, sobre todo, subestimaba al lector.

Reescribí esa noche el capítulo uno, con datos que anulaban cierta perezosa «casualidad» del capítulo cinco, y retoqué líneas de los capítulos dos y tres para apoyar los nuevos datos.

Cuando le leí a Nina los cambios, me los dio por válidos:

—Ahora sí está bueno el cuento —me dijo, y se fue a hacer sus cosas.

Yo me quedé solo y atónito, sin saber si eso que había pasado era una maravilla o una tragedia. Mi hija me había corregido en mi propio terreno, y yo supe que esa es la primera señal de la debacle.

Siempre nos pasa algo contradictorio cuando los hijos crecen: medio corazón se pone a saltar de alegría porque empiezan los tiempos de tomar mate con ellos y leer juntos, de ver películas en serio o discutir el mundo de verdad. Y la otra mitad del corazón se entristece porque ya no va a venir nadie a acurrucarse en nuestra cama las noches de tormenta.

Hernán Casciari