Al revés que sus dueños, los perros que huelen droga en los aeropuertos son inteligentes y dóciles. Yo jamás los había visto trabajar, por eso creía que los perros adiestrados, cuando huelen una valija sospechosa, ladran fuerte. Nada que ver. No ladran. No es así en absoluto.
El primer perro que olfateó mi valija, en el aeropuerto de Perú, se sentó y se quedó quietito. Esa es la señal del crimen: sentarse inmóviles. Cuando pasa esto, a los policías peruanos les brillan los ojos y se ponen contentos. Si tuvieran cola, la moverían. Les encanta que sus mascotas den la señal de alerta, porque eso significa que pueden iniciar el protocolo.
El protocolo de detención por drogas en el aeropuerto de Lima es alucinante, de inicio a fin. Todo lo que pasa va in crescendo.
Primero te detectan en la fila de embarque, después te alejan de la gente con delicadeza, enseguida te hacen bajar por una escalera que tienen un cartel que dice «No pasar» y, cuando ya no hay testigos a la vista, te empiezan a hacer preguntas violentas mientras vas cruzando charcos y habitaciones. Te aprietan el brazo, nunca te dicen qué pasa y, todo el tiempo, mientras caminás por pasillos desolados, tenés un solo pensamiento: «Acá me cogen». Yo no pensaba otra cosa: «Acá me cogen».
Yo tuve esta certeza un montón de veces mientras duró el protocolo: «Acá me ponen en cuatro y me culean entre todos». Es lo único que pensaba.
Yo, en el fondo, estaba tranquilo porque no tenía droga en la valija. Lo que tenía era una valija con un olor a porro impresionante, porque durante una semana entera yo había guardado el porro ahí, mientras fumaba en el hotel. Pero me lo había fumado todo, no me quedaba más.
Por eso yo no tenía miedo de que me metieran preso por tráfico, sino de que me culearan en el subsuelo por pelotudo.
Llegamos a una habitación donde estaban mi valija y un funcionario que me miró con desprecio. «Vamos a tener que revisar su maleta», me dijo con la voz de Hugo Guerrero Marthineitz.
Yo le contesté que no tenía ningún problema, que la abrieran. Entonces cuatro policías empezaron a sacar la ropa y a revisar los bolsillos de la valija, a mirar las páginas de los libros que me habían regalado, y a hurgar en los instrumentos musicales que yo le había comprado a mi hija de regalo. Esto fue lo peor: perforaron la quena, destrozaron la bandurria buscando droga, rasgaron la zampoña y abollaron el pututu. Todo el tiempo buscaban droga y no encontraban.
«¿Usted consume drogas?», me preguntó decepcionado el jefe del operativo. Y yo le dije: «Todo el día, todo el día me drogo», le digo. Me miró muy serio, levantó una ceja y me dijo: «¿Consumió drogas estando en territorio peruano?». Y yo le dije: «Sin parar, señor, no hice otra cosa». Al policía superior no le gustaba tanta sinceridad. Dijo: «¿Usted trajo sustancias ilegales al Perú?». Le dije que no, que soy drogón, pero que no soy estúpido. «¿Y quién le proporcionó drogas en territorio peruano?», me preguntó. Estuve a punto de nombrar al chino Julio Villanueva, el escritor que me había regalado la bolsa, pero no lo quise comprometer. Entonces dije: «Un señor alto con los ojos achinados, pero nunca le pregunté el nombre».
Los policías se empezaron a ir uno a uno de la habitación decepcionados, junto con sus perros amaestrados. Parecían tristes, como si les hubieran quitado un juguete.
Y yo me pregunté: ¿Les pagarían una comisión cada vez que encontraban un boludo con porro?
Dos funcionarios se quedaron arrodillados junto a mi valija, poniendo todo en su lugar. A mí me dio un poco de vergüenza cuando agarraron mis calzoncillos y los doblaron en cuatro, como si fueran sábanas…
Cuando terminaron de acomodar todo, el primer policía, el que me había traído a la rastra, me agarró otra vez del brazo y me llevó a la terminal uno.
Había pasado bastante tiempo, entonces le pregunté, por el camino: «¿Perdí el avión?». Y él me dijo: «No, señor, el vuelo todavía lo está esperando». Y, entonces sí, ahí me sentí un gordo importante.