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Pausa
Hace un tiempo me invitaron a Lima para dar una charla. Justo antes de volver a casa, en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, unos policías muy enojados me llevaron a la rastra a un subsuelo, me pusieron las manos contra la pared, me abrieron las patas, rompieron una por una las artesanías que yo le llevaba de regalo a mi hija y me hicieron pasar una eternidad maravillosa junto a dos perros amaestrados: uno blanco y el otro negro.
Hace un tiempo me invitaron a Lima para dar una charla. Justo antes de volver a casa, en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, unos policías muy enojados me llevaron a la rastra a un subsuelo, me pusieron las manos contra la pared, me abrieron las piernas, rompieron una por una las artesanías que le llevaba de regalo a Nina y me hicieron pasar una eternidad maravillosa junto a dos perros amaestrados: uno blanco, el otro negro.
La respuesta rápida es por mi hija, por mi esposa, porque tengo una familia catalana. Pero si me preguntan en serio por qué sigo acá, en Barcelona, en estas épocas horribles y aburridas, es porque estoy a cuarenta minutos en tren del mejor fútbol de la historia.
El perro es una máquina de amar. Te compras uno (o lo recoges de la calle, da lo mismo) y a los pocos días el animal te idolatra. Eres el cantante de moda, y él es una fan quinceañera. El amor del perro no tiene cláusulas, ni altibajos, ni condiciones. Es un amor automático y soluble, como el Nesquik. El perro sufre cuando te vas, se alboroza cuando regresas y, si por él fuera, te lamería los pies de la noche a la mañana. No le importa que seas feo, o asesino, o desalmado. El perro no te juzga, te ama sin ninguna razón. Su amor no tiene sentido, no te lo mereces.