Al olor del negocio de trueque de historietas de Mar del Plata, por ejemplo. A la textura áspera de las revistas de Disney y a la emoción de encontrar una nunca leída. O a hundir el tenedor en la clara batida y gratinada del pastel de papas, con precisión de cirujano, para oír ese ruidito leve, zsab, que deja escapar un aroma único a carne y pasadeuvas. O a morder la empanada desde las puntas y soplar una esquina para que salga el humo de la locomotora. Y reírnos.
Creo que vuelvo a saltar de la bolsa de dormir antes que nadie, y que salgo de la carpa iglú a las siete de la mañana, a esa hora en que hace frío y calor al mismo tiempo. Que camino hasta el río con paso de experto en la soledad. Que encarno, que tiro la caña, que espero. Y entonces me siento el chico de diez años más grande del mundo. Luego, cuatro o cinco mojarras después, siento los pasos del abuelo Salvador que llega con las líneas para dorados y taruchas. Al humo de sus Particulares 30, creo que vuelvo. A sus consejos de pescador de tiburones.
O a tener dieciséis años y estar sentados en en banco de la 40 con Chiri y el Ruso, hablando de don Miguel de Unamuno y del culo de las chicas de cuarto año. Los tres sabemos (y sabemos también que es un milagro saberlo) que en ese momento estamos siendo felices. La nostalgia del presente la descubrimos entonces, antes aún de descubrir el poema.
Me imagino que vuelvo a casa desde el centro (por primera vez en años, caminando) después de haberme dejado robar en las narices la bicicross. Hago esas seis cuadras muy serio, enojadísimo con el mundo, pensando cómo será mi vida desde ahora, sin bicicleta. Sin esa bicicleta, a la que sólo le faltaba volar. Y vuelvo sin llantos. No debo entrar llorando a casa, no soy un gordito maricón. Tengo que aceptar la tragedia como un hombre de a pie, que es en lo que me he convertido.
También sospecho que vuelvo a sobresaltarme en la cama sin saber si está amaneciendo o cayendo el sol. Sin terminar de entender si todavía es temprano para la escuela o si estoy en medio de la siesta. Alargo esa duda y trato de pensar en otra cosa, para que se llene de misterio la pieza y se estire la incertidumbre, que es hermosa e intensa: como la sensación de despertar en un país que aún no ha sido fundado por el tiempo.
Y sospecho que voy a Buenos Aires, por primera vez solo, y lo miro todo como si viera una pantalla de cine sin bordes. Pienso, fascinado: «Acá voy a vivir en unos años; acá voy a coger». Y me pierdo queriendo por Corrientes, la que no duerme nunca. Y entro a un bar y me pido un whisky. Y soporto estoico la media sonrisa del camarero, su cuchicheo irónico con el pelado de la caja. Pelotudos, los dos. Y descubro enseguida que un whisky es algo muy amargo que no me gusta. Vuelvo a todo eso.
Y a orejear la baraja despacio. A ver la panza redondeada de algo que que pueden ser 3 damas, o 3 nueves, o 3 ochos. Esa excitación de tener un proyecto de pierna con dos cartas aún cubiertas. Y rompo el suspenso con un envión del pulgar para destapar el full servido. Y sin fumar. Sobre todo sin fumar (ellos saben, Jorge, que cuando fumás después de orejear es porque ligaste). Y entonces pongo cara de póker, paso a la primera y después me juego el resto, para que me crean mentiroso.
O a caminar por el pasillo de casa en invierno sabiendo que hay cáscaras de naranja quemándose en la estufa. A oler el aire como lo olería un perro. A saberme, por alguna razón inexplicable, protegido y a salvo del futuro. O a ver pasar un sulky por la vereda de la 35 y pensar que los chicos de la Capital no van a tener nunca esa suerte. Vuelvo a estar orgulloso de haber nacido en un pueblo, a pesar de que ellos, los porteños, agarren Tevedós sin antena.
Y a patalear en el Cine Argentino cuando se empiezan a apagar las luces. O a tirarle piedras al farol del Solbaid, borracho como un chancho, y acertarle siempre. Y a vomitar hasta el pulmón jurando que nunca más, pero nunca más, vino tinto en cajita. Creo que vuelvo a marcar cuatro números en el teléfono, con el corazón hecho mierda, para hablar con alguien que amo y no me ama. También a eso.
Y seguramente a más cosas. Pero a ésas, sobre todo, creo que vuelvo cada vez que me bajo en Ezeiza, cada vez que miro mi cielo del sur, una vez al año. Durante las doce horas de avión tengo siempre la ilusión pavota de que estoy volviendo a aquéllo, a mi patria memorizada.
Pero cuando respiro y veo, cuando el taxista guarda mi valija negra en el baúl, entonces me cae la ficha. Entiendo de golpe que solamente he vuelto a la Argentina, a un país cualquiera entre mil países, a un envoltorio para regalos que ya no tiene mi juguete adentro.