Hace un rato, a las 02:11 am, de un segundo para el otro, me salieron los puntitos esos. Los de las manos. Esos que dicen que, ahora sí, y hasta el final, vas a ser una vieja. No entiendo cómo llegaron tan de sopetón los puntitos, porque yo pensaba que se te instalaban de a poco, pero no. Vienen en patota, en manifestación, y se te meten por abajo de la piel, sin respetar las arrugas ni nada. Y van derechito a las manos, que es lo que una más usa.
No sé por qué tengo la costumbre de usar las manos para todo. Ha de ser una cuestión cultural. Para saludar, para cocinar, para pegarle un sopapo cariñoso a la Sofi, para decirle al Caio «vení para acá maleducado», para pedir una cocacola. Para todo tengo que usar estas manos que ahora están llenas de puntitos. ¡Qué vergüenza!
Estuve a punto de despertarlo al Zacarías y contarle, pero preferí hablar del tema con alguien más sensible:
—Cagué, corazón —le digo al Nacho por teléfono, antes incluso de decirle hola.
—¿Mamá? —me dice, con la voz ronca—. ¿Sos vos? Son las dos de la mañana… ¿Pasó algo con el Nonno?
—No, el Nonno está bien, mejor que yo está —le digo, media llorando—. A mí me pasa.
—El qué te pasa.
—Me salieron los puntitos.
—¿Qué puntitos? —me dice con voz de dormido.
—¡Los de las manos, cuáles van a ser, esquenún! —le digo—. Recién me levanté a tomar agua y tenía las manos de mi mamá.
—Pero viejita… ¿Me llamás para eso?
—Ne me digás viejita.
—Siempre te digo viejita. Es cariñoso.
—Desde ahora me decís mamá, o señora Mirta —le digo, aterrada—. ¿Qué hago, Nachito?
—Lo mejor que es que te acuestes y duermas —me dice—. Mañana hablamos.
—¿Ves? Desde que tengo estos puntitos me tratás como a una vieja.
—¿Pero te sentís bien o tenés algún otro síntoma de vejez?
—¿Otro síntoma? ¿Como qué?
—Ganas de barrer la vereda temprano, por ejemplo —me dice—, o ganas de llamar por teléfono a tu hijo a la madrugada por una boludez… Cosas así.
—¿Me estás cachando?
—Claro, mamá —me dice—. Andá a dormir, dale, mañana hablamos. Un besito —y me corta, el guacho.
Mientras escribo esto, me voy mirando las manos, y parece que escribiera otra señora, no yo. ¿Será que voy a ser abuela dentro de poco? ¿Será que la vida me pasó volando y yo no me di cuenta de nada?
Son puntitos chiquitos, asquerosos, como si se me hubiera caído un poco de café en las manos. Salpicaduras, eso parecen. No son gran cosa, pero están en unas manos viejas que ya no son las mías. Tengo miedo de arrepentirme de lo que hice, de que un día, así de golpe, igual que aparecieron estos puntitos, aparezca el resto de la vejez, también de golpe y porrazo. Tengo miedo de que me empiecen a gustar las sillas mecedoras, la programación de canal 9. Tengo miedo de empezar a tejer y que me guste. De empezar a leer en el diario las necrológicas para encontrar amigos muertos. De que me empiecen a decir doña. O abuelita. Qué asquete. Antes, cuando yo era joven y no tenía puntitos en las manos, el Nacho quería hablar conmigo a cualquier hora. No le importaba hablar conmigo… Pero desde hoy, que tengo estas hormigas chiquitas acá, que tengo esta sensación de película que se termina, me manda a dormir como a una vieja. ¡Como si no supiera que las viejas no dormimos!
Mañana mismo me compro una radio portátil y me la pongo entre la oreja y la almohada. Si voy a ser una vieja, tendré que conseguirme todos los accesorios para pasar las noches en vela. ¿Ya tendré ese olor a pis de gato, también, y no me doy cuenta? ¡Ay, qué vida más corta y desagradecida!