Queridos autores de este libro
1 Ago,
Cartas para cuando ya sea demasiado tarde
Cartas para cuando ya sea demasiado tarde

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Aprovecho esta introducción para contarles sobre un libro que leí cuando era chico: Aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain. Ese libro me formó sin que me diera cuenta.

Es la historia de un chico del 1800 que vive en Nueva Orleans con una tía. Anda mucho en la calle, donde todavía hay esclavos, y tiene amigos de estirpe dudosa, como Huck y el negro Jim. La novela tiene algunas escenas que yo, a los once o doce años, disfruté tanto que terminaron siendo pilares de mi temperamento e incluso de mi oficio. Como les pasa a los religiosos con la Biblia o con el Corán, a mí me pasó algo trascendente con esta novela. Algunos capítulos definieron mis valores, como el monólogo de Huck donde debate con Tom sobre la importancia del dinero y del tiempo, pero ya he mencionado de esto en otros cuentos. Hoy quiero hablarles de una escena que me marcó para siempre. Aparece en el segundo capítulo y en mi cabeza se llama La cerca de la tía Polly.

En este capítulo Tom Sawyer se levanta un domingo para ir a pescar con sus amigos. Pero esta vez la tía, una señora que oflcia de tutora desde la muerte de sus padres, no le da permiso:

—No vas a pescar porque te portaste mal toda la semana. Como castigo, vas a pintar de blanco la cerca del frente de casa.

Era una cerca de más de diez metros de largo, hecha con maderas. Pintar esa frontera de blanco sería un trabajo de cuatro o cinco horas. Tom Sawyer se indignó.

—¡No, tía, es domingo! ¡Me van a pasar a buscar para ir al río!

—Tenés que pintar de blanco la cerca. Acá está el balde con cal y la brocha… ¡Vamos!

Tom sabía que por allí iban a pasar sus amigos y no quería que lo vieran humillado. Pero de todos modos salió a la calle y se sentó arriba del balde a esperar a que llegaran los chicos. No empezó a pintar: solamente se quedó esperando.

Cuando los chicos aparecieron con las bolitas, con las cañas y con la gomera para pasar el domingo en el río, le preguntaron a Tom qué estaba haciendo con aquel balde y con la brocha.

—¡Ah! No saben lo que conseguí —dijo Tom—. Voy a pintar esta cerca inmensa como si fuera un adulto. ¡Convencí a mi tía para que me deje ser pintor durante unas horas! Hoy no voy al río. Esto es muchísimo mejor que pescar, que jugar a las bolitas o que matar ratas con la gomera.

—¿En serio? —dijo un chico mirando la cerca con los ojos enormes.

—No saben lo que es pintar madera de blanco… Es lo más espectacular que hay en el mundo.

—¿Me dejás probar? —preguntó otro.

—Ni en pedo, es complicado. Una gran responsabilidad, además de tremendamente divertido.

—¿Y si te doy mi caña de pescar?

—No lo sé —Tom flngió que dudaba—. Quizá por tu caña y las lombrices de tu lata te dejo pintar una de las maderas. ¡Pero solamente una! Las otras noventa las quiero pintar yo.

—¡Yo te doy la gomera! ¿Puedo pintar otra de las maderas?

—¡Yo puedo traer de casa mi barrilete!

—¡Yo te doy mi soldado de plomo!

Y así todos los amigos empezaron a hacer flla y a traer cosas para que Tom los dejara pintar.

Menos de una hora más tarde la cerca había quedado como nueva. Más de doce chicos del barrio le dieron tres manos de cal. La tía Polly, al volver del pueblo, no pudo creer la velocidad con que su sobrino había cumplido el castigo, así que le permitió pasar todo el domingo en el río con los demás.

Y de esta manera, cuenta Mark Twain en su libro, Tom Sawyer se fue a jugar antes de las tres de la tarde sin haber hecho ningún sacriflcio, con la cerca pintada, con los amigos contentos, con su tía feliz y —sobre todo— con un montón de nuevos juguetes en los bolsillos.

Les cuento esta escena únicamente para confesarles algo que seguro ya descubrieron: sí, yo trabajo de pintar la cerca de la tía Polly. Todo lo que hago en Orsai (proyectos, revistas, películas, libros, talleres) tienen el germen de esta escena.

Cartas para cuando ya sea demasiado tarde, este libro hermoso que tuve el gusto de compilar, es el resultado de un taller que nació con el sistema de ‘la cerca’. En el invierno de 2025 los convencí a ustedes de algo. ¿Se acuerdan? Los convencí de que mi trabajo cotidiano (pensar un libro, ponerle título, diagramarlo, plantarlo, buscar el color de portada y la tipografía, corregirlo y enviarlo a imprenta) es una labor fascinante. Y les dije que, si me daban algo a cambio y hacían flla, quizá yo les permitía hacer un poco de ese trabajo.

Ya lo sé. Si lo miramos con ojos desconfiados parece una estafa piramidal. Y alerta spoiler: algunos amigos y parientes de ustedes, queridos autores, al conocer la trama creerán que yo soy un estafador y ustedes unos pelotudos. Pero no hagan caso: es solo una manera divertida de contarnos historias.

Si yo les cuento a ustedes —con pasión genuina— cuál es mi trabajo y después les comparto algunos trucos para hacerlo bien, quizá una labor que jamás hubieran querido hacer un domingo por la tarde se convierte en algo hermoso. En un juego. Y ni siquiera fue un solo domingo, como en el caso de Tom Sawyer. Para nosotros fueron cuatro domingos y la pasamos genial.

Dice Mark Twain, al final del capítulo: «Tom había descubierto, sin darse cuenta, uno de los principios de la conducta humana: para hacer que alguien anhele alguna cosa, solo es necesario presentar esta cosa con pasión. Si hubiese sido un filósofo, Tom hubiera comprendido que el trabajo consiste en lo que estamos obligados a hacer, y el juego consiste en aquello que hacemos porque se nos antoja».

¿No es hermosa la enseñanza?

Por último. Quizás ustedes se pregunten qué gano yo con todo este asunto de recopilar trescientas cartas de desconocidos en un libro. ¿Lo hago por el dinero? Vuelvo a las Aventuras de Tom Sawyer, cuando Twain enumera las ganancias de su personaje: «Esa tarde Tom consiguió doce balas, un fragmento de cítara, dos cañas, una cometa sin cola, un pedazo de vidrio azul para mirar a través, un cañón hecho con un carrete, una llave que no podía abrir nada, un pedazo de yeso, un tapón de cristal de garrafa, un soldado de plomo, un par de renacuajos, seis cohetes, un gatito bizco, una manecilla de puerta, un collar de perro pero sin perro, el mango de un cuchillo, cuatro pedazos de corteza de naranja y un arruinado y viejo bastidor de ventana». Ese listado enloquecido de cosas hermosas (que no sirven para nada) se parece un montón a las cartas de este libro. Los trescientos tesoros que siguen, mis queridos amigos de los domingos, son mi ganancia. Y la de ustedes.

Hernán Casciari
1 agosto, 2025

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