Será que crecí en un pueblo, y las fiestas las hacíamos en las quintas de las afueras. Iban drogones, pichones de escritores, jugadores pobres de monte y colocolo, desocupados, madres solteras, bajistas sin banda fija y toda clase de comunistas: desde afiliados del partido obrero hasta socialistas depresivos.
Para peor, no éramos muy amigos entre todos, pero teníamos algo en común: sabíamos que estábamos más solos que los perros. La mayoría de las mujeres se habían juntado alguna vez —y tenido un hijo— con la mayoría de los hombres de esas fiestas. Por eso había una habitación entera destinada a los bebés.
Aunque éramos alrededor de treinta en esas noches, siempre faltaba alguien porque estaba preso, otro porque se había escapado a Chivilcoy y otro porque había conseguido trabajo en DuPont y tenía que madrugar.
Las quintas quedaban lejos, saliendo a la ruta, y de los treinta que éramos, nomás tres tenían auto y cinco le usaban la zanellita a la madre. De todas maneras —nunca supe cómo— llegábamos más o menos a la vez. Y siempre nos enterábamos dónde era la fiesta el mismo viernes a la noche, cosa complicada en un tiempo de incomunicación inalámbrica.
Las fiestas no eran felices, lo sé muy bien. En las cocinas siempre había seis jugando a las cartas por plata; en los inmensos comedores estaba el desmayado entorpeciéndole el paso a los cinco que bailaban brasilero o los redondos, y más allá un grupo masculino —muy compacto— alrededor de la hermana de alguien, que era una chica que venía por primera vez y se la quería coger todo el mundo.
Yo pasaba un ratito por todos los ambientes, pero siempre terminaba afuera, al fresco, charlando con la gente alrededor de una mesa de madera o de mimbre donde había fuentones de empanadas y una música distinta que adentro (también algo brasilero o los redondos, pero otro disco). En la mesa siempre había alguien armando porro, alguien fumando un porro y alguien —previsor— que avisaba todo el tiempo que se nos estaba acabando la bolsa.
A las tres llegaba uno desde adentro, con un sombrero en la mano:
—Vaquita para más birra —iba diciendo, y todos poníamos monedas, o billetes de dos pesos hechos un bollo que sacábamos del vaquero con dolor, pero también con enorme sentido cívico. Nadie encanutaba en esas fiestas: estaba mal visto.
Los que tomaban cocaína eran los que más aportaban en la vaquita, porque tenían trabajo fijo o padre profesional. Y también porque tomaban el doble de cerveza. Perseguidos como todos los merqueros, se escondían por las habitaciones para enviciarse y volvían a la mesa levantando las cejas y haciendo gestos de aprobación. Nunca supe si el puntito blanco en la nariz con el que volvían era un descuido o una marca voluntaria, una especie de tatuaje que indicaba que tenían más poder adquisitivo que los que nomás fumábamos.
De todas formas me caían bien. Para charlar de algo, yo apuntaba siempre a algún enroscado de estos, porque eran más permeables a mis divagues de porro. Y les contaba cosas de Borges o del ruidito que hacía mi máquina de escribir cuando yo era chico. Más o menos lo mismo que ahora hago en Orsai, pero sin movable type.
Revisando estos recuerdos con perspectiva, me sorprenden muchas cosas que en su momento me parecían de lo más normales. Por ejemplo que nunca se acabara la bebida y la comida. O que los pocos que tenían auto jamás hayan querido hacer una vaca para la nafta. O que nunca haya habido trompadas ni sillas rotas en el lomo de nadie. O que siempre, en alguna parte de la quinta, resonara el eco desfondado de alguien muriéndose de risa
Pero más que nada me sorprende que, ya clareando, siempre hubiera una chica borracha, sola entre las demás borrachas, tirándole piedras al agua sucia de la pileta y cantando Los Mareados.
Por alguna razón, yo siempre terminaba con una de estas borrachas dóciles, y por otra razón o la misma, ella de golpe y porrazo lloraba, al rato lloraba yo, y después nos quedábamos mirando en silencio —como si nos descubriésemos gemelos, idénticos en una soledad pegajosa— y de repente nos estábamos revolcando por el pasto como dos cuises, diciéndonos con media boca cada uno cuánto nos queríamos.
No sólo eso: jurábamos que nos habíamos querido siempre. Y que nos querríamos igual o peor cuando fuésemos viejos. Y todo era mentira, y todo era verdad al mismo tiempo.
Recién ahora descubro que si mezclo a las cuatro clases de mujeres que existen en el mundo (la puta, la esposa, la madre y el resto) el resultado me da —increíblemente— a aquella borracha de las quintas, ésa a la que podías hacerle cosas mientras te juraba amor eterno, y al rato se arrepentía, y después de vomitar se olvidaba de todo. Sexo, amor, culpa y olvido. Ellas encerraban todo eso en diez minutos de manoseo al costado de una pileta llena de verdín.
Les juro que he estudiado mucho este asunto antes de sentarme a escribir, y llegué a la conclusión de que aquellas borrachas dóciles —esa especie tan común en las quintas mercedinas de mis tiempos— eran la mujer ideal. Y yo, cabezafresca, que no supe verlo a tiempo.
Será por eso que me acuerdo de aquellas frases de amor falseadas, de esos besos de heineken tibia, de aquellos manotazos de ahogado por abajo de una blusa, como momentos de amor verdadero. De amor efímero y triste, lo sé, chaparrones de verano que no dan tiempo ni para encontrar un toldo, pero también de amor onírico e intenso, cien veces más real que otras pasiones chicle que nacen abstemias, un martes a la tarde, y agonizan moribundas años enteros.