Woung me miraba serio y asentía. Ponía la boca como en el momento antes de escupir la gárgara, como diciendo: usted tranquilo.
—A no ser —le digo, con cautela— que yo en el futuro sea un líder de la resistencia contra las máquinas inteligentes; en ese caso, si soy un héroe y tu generación me idolatra, contame todo.
—No, abuelo. Usted no es nada de eso.
—Mejor, porque estoy a favor de las máquinas. ¿Y ustedes qué? —le pregunto— ¿Vienen seguido acá al pasado, o es una moda nueva?
—Viene bastante gente a comprar porro, porque allá casi no hay. Pero así como yo, a visitar antepasados, muy poco. Es un viaje incómodo, y bastante caro.
—¿No hay porro en el futuro? —se me pone la piel de gallina.
—Como haber hay —me dice Woung—, lo que ya no existe es esa cosa tan linda de ustedes, de armarlo, de ver la hoja, de fumar echando humo. De eso no hay más.
—¿Y cómo fuman porro ustedes?
—Tenemos tarifa plana —me dice—. Pagamos por mes un precio fijo, y hay empresas que te dan el servicio, directo a la cabeza.
—¿Están todo el tiempo drogados?
—¡No! Bueno, la mayoría no. Yo ahora estoy desconectado, porque estamos hablando. Pero si quiero un poco, parpadeo tres veces y ya me sube. Es práctico.
—Más que práctico. ¡Es buenísimo! —le digo— No hay que ir a comprar, no hay que esconderse por ahí, nunca llevás nada encima…
—Y además no te hace falta fingir —me dice Woung—. Si estás drogado y se aparece tu vieja, parpadeás dos veces y ya estás pilas. El tiempo que haga falta.
—Qué maravilla, el futuro —le digo—. ¿Y cuánto sale por mes, la tarifa plana de porro?
—Hay varios precios. Yo tengo el servicio de Vodafone, que sale 11 minutos al mes.
—¿Once minutos?
—En el futuro no hay dinero —me dice Woung—. El valor más preciado es el tiempo. Todos nacemos ricos, digamos. Cada chico que nace, tiene unos cien años de crédito. Después crecés y vas gastando tiempo. ¿Querés comprarte una moto? Te cuesta seis meses. ¿Una casa? Un año y pico. Todo lo que comprás se te va debitando. Y todo lo que vendés, se te acumula.
—No entiendo.
—Imaginate que te vas con una puta —me dice Woung—. Una puta cobra 30 minutos un servicio completo. Cuando terminás de cogerte a la puta, vos tenés media hora menos de vida, y la puta media hora más. Es fácil.
—¿Y entonces quiénes son los ricos en el futuro?
—El concepto de riqueza varía según los intereses de cada quién. Por ejemplo, yo tengo 23 años, es decir, tengo un capital suficiente para tener siete coches, dos chalets, y darme la gran vida durante cinco años más y morir. O también tengo la posibilidad de vivir sin lujos hasta que cumpla los 80 ó los 90. Cada uno hace lo que quiere.
—¿Y la gente que suele hacer?
—Hay de todo. Los conchetos se mueren jóvenes —me dice Woung—. Yo soy del grupo que vive despacio para llegar más lejos. Hasta ahora, mi gasto más extravagante fue el de venir a verte. Este viaje me costó tres años. Es carísimo.
—¿Te vas a morir tres años antes por mi culpa?
—No, no se mide de esa manera… Digamos que voy a vivir lo que me quede con la alegría de haber hecho lo que tenía ganas de hacer.
—¿Y el trabajo, entonces? —quiero saber— ¿Cómo funciona, cuánto gana la gente en el futuro?
—La gente gana exactamente lo que trabaja —me dice Woung—. El que trabaja seis horas al día, gana seis horas al día. El que trabaja cuarenta horas a las semana, gana eso. Y se puede vivir sin trabajar, pero claro, vivís menos.
—Entonces el trabajo cualificado no cuenta —digo—. Un carpintero que tarda dos horas en hacer una silla, y un poeta que tarda dos horas en componer un poema ganan lo mismo.
—Exacto: cada uno gana dos horas.
—¿Pero si el poema es maravilloso?
—Esa es una gran tara de tu sociedad… Creer que un poema puede ser más maravilloso que una silla.
—¿Y los ladrones entonces, qué roban si no hay dinero?
—No hay ladrones —me dice Woung—, ni crímenes económicos. Sólo, cada tanto, algún crimen pasional.
—Entonces habrá cárceles.
—No. Hay multas. Te multan con los años exactos de la víctima. Si matás a un tipo de 35 años, esa es tu multa: 35 años. Muchas veces significa pena de muerte. Casi nadie mata a nadie. Tampoco hay suicidios. ¿Para qué vas a suicidarte, si podés comprarte lo que quieras con lo que te resta de tiempo y morir en la opulencia?
—¿Entonces no hay malos?
—¡Claro que hay malos! Los pesados, por ejemplo. Esa gente que te cruzás en la calle y se te pone a hablar y te hace perder el tiempo. Los densos. Ésa es la gran escoria de mi sociedad. Los que tardan mucho para contarte un chiste, los que te hacen esperar en el auto, los que te invitan a fiestas aburridas… El que te hace perder el tiempo sin disfrutarlo, ésos, son lo malos.
—¿Y la política, cómo funciona?
—Ya te dije, no hay ladrones.
—Pero me imagino que en cada país habrá un presidente, y que al presidente lo elegirán entre todos. Una democracia, algo así.
—Cuando acabamos con las enfermedades —me dice Woung—, y pudimos lograr que el mayor capital humano fuese la salud (es decir: el tiempo de sobrevida) acabamos también con el capitalismo y el comunismo. Acabamos con todo. Nadie tiene nada que otro pueda robar para su beneficio. Si matás a alguien, no te quedás con su tiempo extra. Entonces, ¿para qué matarlo? En el mismo sentido, ¿para qué necesitamos democracia y boludeces si todo está en orden siempre?
—Me emociona esto que me estás contando, Woung —le digo sinceramente—, pero tiene que haber grietas, tiene que haber fallos. Somos humanos, y estamos hechos para cagarlo todo y hacerlo mierda. ¿Dónde está el fallo?
—Los fallos también son una tara de tu sociedad, abuelo. Con el tiempo las cosas irán mejorando mucho. Te lo garantizo.
Woung se fue de casa casi de noche, y me dejó una sensación extraña de paz. Estaba claro que yo no llegaría a vivir de esa manera (fumo demasiado para tener esperanzas a largo plazo) pero quizás Nina, mi hija, sí pueda ver ese mundo en donde el capital humano más importante es el tiempo.
Parpadeé tres veces, no fuera cosa que el wifi de porro con tarifa plana durase todavía en el comedor de casa, pero no pasó nada. Entonces abrí la cajita feliz y me armé uno de los antiguos, de los que se enrollan con los dedos, de los que cuestan diez euros en la esquina. Y me senté en el sillón grandote a perder el tiempo.
Esta historia tiene una primera parte llamada Nunca le abras la puerta a un chino.